29 de Diciembre de 2018.
A veces pienso que no debería estar en este lugar.
Ser bióloga marina siempre fue mi sueño desde que tengo uso de la memoria. Mi amor por el mar inició desde que estaba en la barriga de mi madre y ella se sentaba en la playa a comerse decenas de almejas con limón para satisfacer a este feto.
En el camino tuve muchos inconvenientes y dilemas. Era ser bióloga o médico y pues, a vista de todos, la biología marina no me daría más que arena en el trasero.
Decidí vivir toda mi vida con arena en el trasero.
Honestamente, pensé que viajaría por el mundo velando por la fauna y la flora marina, en busca de las sirenas, con un bronceado sexy y un novio oceanógrafo una vez que me graduara.
Tenía demasiadas expectativas y sueños. Aún tenía una meta fija, pero era difícil ir tras ella, sobre todo cuando no tenía un capital y era una jovencita recién egresada que no tenía ni para comprarse un chicle.
Comencé a trabajar en una empresa pesquera vigilando que los estanques de langostinos y camarones siempre estuviesen en buen estado, con la esperanza de que en algún momento pudiese reunir lo suficiente para iniciar mis proyectos.
Pensé que estaría allí unos dos años como mucho.
Después de cuatro años, ahora estaba en Noruega viendo como sacaban un hermoso y gigante espécimen de atún de aleta azul de dos metros y medio de largo para subastarlo en la celebración de fin de año en Japón.
Ese atún tal vez era uno de los pocos miles que quedan debido a la sobrepesca y yo estaba ahí, sin poder hacer nada más que vigilar que ninguna otra especie marina se hubiese visto afectada por la pesca del inmenso pez.
Caminé junto con el resto del equipo por el puente de concreto que nos llevaría a tierra firme, específicamente hasta el almacén donde pesarían al atún con mis manos dentro de los bolsillos y la vista pérdida en mis botas de gomas.
—No puedo esperar al ver el bono en mi cuenta bancaria— dijo Alfred, el acuicultor del equipo frotando sus manos como si al recibir el dinero fuese a comer un gran banquete y ya estuviese deleitando de solo pensarlo.
Blanqueé los ojos. También quería ver mi bono pero no iba a demostrarlo de esa forma. Mucho menos si era a costa de ese hermoso pez.
Los pescadores abrieron el portón del almacén siendo recibidos por Stefen Murphy, nuestro jefe, y sus empleados de oficina detrás suyo
Sólo lo había visto en persona en dos ocasiones— cada fin de año, en la subasta anual de atunes de aleta azul. El primer año trabajando como científica en la empresa vi a su padre, luego de su muerte y de que su hijo le tocara el cargo, lo vi los siguientes dos años— y vaya que me deleitaba la pupila cada vez que lo hacía. Todo un ejemplar nórdico, de más de un metro ochenta, con una cabellera rubia, su cabello largo era mejor que el mío. Seguro utilizaba shampoo de aceite de bacalao.
Era descendiente de una larga familia de magnates pesqueros de Noruega y podía jurar que era descendientes de los dioses nórdicos también porque ese tamaño y ese porte no eran normales.
—Ya era hora— dijo parco. Ni siquiera nos miró, sólo al pez.
Entendía que era el atún el que le daría dinero, pero fueron tres días intensos en altamar. Una mirada de agradecimiento no nos hubiese caído mal.
Pero Stefen Murphy no estaba ahí para hablar sino para ganar dinero. Ordenó que lo colocaran sobre el peso y esperamos el momento de la verdad.
Miré ansiosa el pequeño rectángulo de la pesa que marcaba número con rapidez y luego se detuvo.
—Trescientos dieciséis kilogramos— dijo Alfred sin poder ocultar la emoción que aquello conllevaba—. ¡El segundo atún más grande que se haya pescado!.
La algarabía fue inevitable al escucharlo. Aplausos y gritos resonaban en las paredes del almacén, aplaudí orgullosa más del esfuerzo del equipo que por cualquier otra cosa.
Giré mi rostro para ver con una sonrisa a mi jefe, pero este no se mostró alegre o sorprendido, sólo asintió complacido. Si yo fuese él y viera que había pescado un atún de unos cuatro millones de dólares, estaría saltando de un pie y haciendo el baile del vaquero. Pero supongo que estaba acostumbrado a ganar tanto millones de un sopetón.
—Excelente trabajo, los felicito. Es hora de trasladarlo a Tokio— ordenó.
Los pescadores comerciales asintieron felices mientras yo disimulaba mi disconformidad. A veces detestaba mi trabajo.
Stefen Murphy se fue del lugar junto a su sequito de hombres y mujeres de traje sin reparar en la insignificante— pero relevante—presencia del equipo de científicos. El atún había tenido más atención que nosotros.
Salimos del almacén completamente agotados. Golpeé un poco mis hombros para liberar la tensión y tomé mi bolso que se hallaba en los casilleros en una esquina del almacén. Había sido un largo día y mi esperanza de al menos recibir un poco de atención de su parte se fue al caño. Hacia ya seis meses que había enviado mis investigaciones sobre el atún a su oficina y no había obtenido respuesta suya. Estaba segura que ni siquiera se había molestado en leerlo.
Ese era el destino de todo científico, estudiar hasta refundirse el cerebro para terminar trabajando para una persona que ganaba dinero a costa de sus conocimientos. Al menos Murphy padre nos felicitaba y valoraba lo que hacíamos. En el año en que pude trabajar con él como presidente, incluso nos visitaba y hablaba con nosotros, lo veía genuinamente preocupado por los recurso marítimos. Pero su hijo, su hijo valía…
—¿Quiere que la lleve, Gonzales?— volteé para ver a Connor sonriente sobre su Ducati negra.
No sabía que era lo que comían estos hombres para verse tan hermosos. Tal vez era una latina deslumbrada por tanto chocolate blanco en este lugar.