La vida en la villa se siente como una tormenta constante. Cada día trae consigo más desafíos, más angustias. Las noches son frías y largas, y en la oscuridad, me encuentro pensando en lo injusto que es todo. La pobreza se cierne sobre nosotros como un manto pesado, mientras que los que deberían cuidarnos se mueven en sus cómodos trajes, ajenos a nuestra realidad.
Camino por las calles llenas de barro después de una de las tantas lluvias. El agua estancada en los charcos refleja las luces tenues de los postes. Las casas de chapa y madera crujen bajo el peso del viento, y el aire trae consigo un silencio extraño, casi amenazante. La villa, que de día está llena de vida y movimiento, de noche parece transformarse en otro mundo, uno de sombras y susurros.
Me siento agotado. Las largas jornadas en el comedor comunitario, las búsquedas infructuosas de trabajo, los momentos en los que trato de ser fuerte por mi madre, todo comienza a pesar en mi espíritu. Pero lo que más me consume es la ira. Una ira profunda, silenciosa, que crece dentro de mí cada vez que pienso en la injusticia de nuestra situación. Mientras nosotros luchamos por un plato de comida, otros viven cómodamente sin conocer el hambre, la desesperación ni la incertidumbre.
Cada vez que veo las noticias, cada vez que escucho las mismas promesas vacías, siento como si algo en mi interior se retorciera. Me pregunto si quienes están en el poder alguna vez han puesto un pie en un lugar como este. ¿Saben lo que es no tener nada? ¿Entienden lo que significa ver a tu madre con los ojos cansados de tanto esfuerzo, sabiendo que todo lo que ha dado nunca será suficiente?
Hoy, he decidido acercarme a la reunión que organiza la comunidad. Necesitamos discutir cómo podemos sobrevivir ante esta crisis que parece no tener fin. La sala del comedor se llena rápidamente, y la atmósfera es tensa. La gente está cansada, y la frustración es palpable. Cuando alguien menciona a los políticos, la conversación se enciende.
"¡No les importa nuestra lucha! ¡Solo se preocupan por sus bolsillos!" grita un hombre de pie, sus manos temblando de rabia. Su voz resuena en la sala, y todos asienten con la cabeza. Sus palabras resuenan en mi corazón, y la ira burbujea en mi interior.
"Es cierto", grita otro, "mientras nosotros luchamos por comer, ellos se sientan en sus oficinas y planifican cómo seguir robando al pueblo. No tienen idea de lo que significa vivir aquí, de lo que enfrentamos cada día". La sala murmura en acuerdo, y la indignación se transforma en un clamor de voces.
En medio de esta atmósfera de rabia, se siente como si la impotencia nos estuviera consumiendo a todos. Los rostros de mis vecinos están marcados por el sufrimiento, y cada historia que se comparte es un recordatorio de cuán cruel puede ser la vida.
"Mis hijos no tienen comida suficiente", dice una madre con lágrimas en los ojos. "Vivo con miedo a ser desalojada. No sé cuánto más puedo soportar". Sus palabras golpean mi pecho como un puño cerrado. Siento su dolor como si fuera mío, y me pregunto cuántas historias más hay que contar en este lugar olvidado por todos.
La reunión se convierte en un torrente de emociones. Todos compartimos nuestras penas, nuestras luchas. Pero también surge un sentimiento de unidad. A pesar de las diferencias, estamos todos juntos en esta batalla, luchando contra un sistema que no nos escucha.
Al salir de la reunión, la noche se siente más oscura. La ira fluye en mi interior, pero también hay una tristeza profunda. Miro a mi alrededor y veo a mis vecinos, cada uno lidiando con sus propias batallas. Quiero hacer más, quiero gritarle al mundo que estamos aquí, que existimos, que merecemos algo mejor. Pero me siento impotente, con las manos atadas.
Ya en casa, encuentro a mi madre sentada en la mesa, una sombra de la mujer fuerte que solía ser. La tristeza en sus ojos me hace sentir aún más impotente. "¿Qué vamos a hacer? La situación solo empeora", me pregunta con voz quebrada. Sus palabras son como cuchillos, y no sé qué responder.
Me quedo de pie, mirándola en silencio, buscando alguna respuesta que no tengo. El dolor en su rostro refleja el mío, y aunque quiero decir algo que la consuele, las palabras se me quedan atoradas en la garganta. La realidad es que no tengo soluciones, no sé cómo cambiar lo que estamos viviendo.
"Vamos a salir adelante, mamá", le digo finalmente, aunque mi voz suena vacía, como una promesa que no sé si podré cumplir. Me siento frente a ella, tratando de mostrarle fortaleza, pero en el fondo siento la misma incertidumbre que ella. El peso de la situación, de nuestra lucha diaria, parece más pesado en este momento, y aunque intento ser su apoyo, la verdad es que no tengo un plan.
Ella asiente lentamente, como si quisiera creerme, pero sus ojos siguen fijos en la mesa, perdidos en sus propios pensamientos. La veo tan cansada, tan desgastada por los años de esfuerzo, y me duele saber que no puedo hacer más por ella.
El silencio entre nosotros se alarga, roto solo por el leve sonido del viento afuera y el crujido de la casa. Finalmente, mi madre suspira y me mira con una pequeña sonrisa forzada. "Siempre has sido fuerte, eso es lo que me da esperanza", dice, intentando levantarme el ánimo.
Le tomo la mano, prometiéndome una vez más que encontraré la manera de ayudarnos, de encontrar una salida. Pero mientras la oscuridad de la noche sigue envolviendo nuestra pequeña casa, no puedo evitar sentir que estamos atrapados en un ciclo sin fin, donde cada día es una lucha por mantenernos a flote.
"Descansa, mamá", le digo suavemente. "Mañana será otro día". Pero incluso mientras lo digo, no puedo evitar pensar en cuántos días como este más podremos soportar.
Esa noche, el sueño me elude. Me acuesto en la cama, mirando el techo y escuchando el eco del viento afuera. Las gotas de agua aún caen sobre las chapas, creando un ritmo monótono que normalmente me tranquiliza, pero esta vez solo intensifica la inquietud que siento. La promesa que le hice a mi madre sigue dando vueltas en mi cabeza: "Vamos a salir adelante". Pero, ¿cómo?
Editado: 05.06.2025