Sobrevivir No Es Vivir

CAPÍTULO 10: Los Meses de Sufrimiento

Después de la muerte de mi madre, mi vida se convirtió en un torbellino de dolor y desesperación. Pasé meses vagando por las calles, perdido en un mundo que parecía no tener lugar para mí. La fría indiferencia de la ciudad era abrumadora, y cada día se convertía en una lucha constante por encontrar algo de calor, tanto físico como emocional.

Los días se desvanecían en un ciclo interminable de hambre y soledad. Al principio, intenté encontrar algo de consuelo en los recuerdos de mi madre, pero esos momentos de calidez se convirtieron en espinas que se clavaban en mi corazón cada vez que me acordaba de ella. La tristeza se apodero de mí, y la rabia hacia el mundo, hacia los hombres de traje que se olvidaron de nosotros, creció como una sombra oscura que no me dejaba en paz.

Las noches eran aún peores. Las pasaba en bancos de plaza o bajo algún puente, tratando de refugiarme del frío, de la intemperie que amenazaba con devorarme. Las calles se llenaban de ecos de risas y charlas ajenas, pero yo era un espectador mudo. Aislado en mi propio sufrimiento, miraba a la gente pasar, sus rostros alegres iluminados por la esperanza, y me preguntaba cómo podían vivir tan despreocupados mientras yo cargaba con un peso tan grande.

En cuanto a la comida, era un lujo que ya no podía permitirme. Recorría los contenedores de basura, buscando migajas que a veces dejaban los restaurantes. Era humillante, pero el hambre no tenía piedad. Lo peor no era el vacío en mi estómago, sino la sensación de que cada día me alejaba más de la persona que había sido. Ya no era un niño con sueños, sino un espectro errante, consumido por la tristeza y la lucha por sobrevivir.

A menudo, veía a otros en la misma situación. Algunos, que una vez fueron hombres y mujeres de familia, ahora se encontraban acurrucados en la calle, pidiendo limosna o tratando de vender cosas nadie necesitaba. Esto era un recordatorio cruel de lo fácil que era caer en este abismo.

Las semanas se convirtieron en meses, y la tristeza se adhirió a mi piel como un manto pesado. Intenté buscar trabajo, pero cada puerta que tocaba se cerraba en mi cara. La gente miraba hacia otro lado, como si mi sufrimiento no les concerniera. La realidad de que había sido olvidado por todos me llenaba de odio. Me preguntaba cómo era posible que aquellos en el poder pudieran dormir tranquilos mientras había personas como yo, desamparados y solos.

Cada día era una batalla contra el desánimo. Me despertaba preguntándome si hoy sería el día en que algo cambiaría, pero las horas se deslizaban sin rumbo, y la realidad de mi vida se volvía cada vez más dura. Recorría las calles de Buenos Aires, buscando algo que me recordara que aún había esperanza, pero en su lugar encontraba más tristeza y más desesperación.

Hubo momentos en que la idea de rendirme se apoderaba de mí, cuando el peso del dolor se hacía insoportable. Sin embargo, siempre había un eco en mi interior que me decía que debía seguir adelante. ¿Qué pasaría si mi historia terminara así, sin un final digno? Cada vez que pensaba en eso, me acordaba de mi madre y de cómo había luchado por mí.

Esa era la chispa que mantenía viva una pequeña parte de mí. La necesidad de honrar su memoria se convertía en mi única motivación. A pesar del frío, de la soledad y del dolor, debía seguir luchando.

Cada día, al despertar, recordaba su voz suave y sus palabras de aliento. "Siempre hay un camino, hijo", solía decirme, con esa fe inquebrantable que siempre había tenido en mí. Aunque el mundo a mi alrededor pareciera estar en ruinas, yo quería creer que había algo más allá de esta oscuridad, que cada paso que daba me acercaba a una vida que valía la pena vivir.

Sin embargo, a medida que pasaban los días, todo empeoraba. Los días seguían deslizándose sin rumbo, uno tras otro, como hojas secas arrastradas por el viento. A veces, mientras me sentaba en un rincón oscuro, la desesperación me abrumaba y una oscura sombra se instalaba en mi mente. Era una voz susurrante que me decía que ya no valía la pena seguir. "¿Para qué? ¿Para seguir sufriendo?"

La idea de quitarme la vida se convirtió en un pensamiento recurrente. Era un alivio tentador, una salida de este mundo gris que parecía no tener lugar para mí. Imaginaba cómo sería dejar todo atrás: el frío, la soledad, el hambre, la lucha constante. Me veía como un espectro liberado, flotando sin peso en el aire, libre de todo sufrimiento.

Justo cuando esas ideas comenzaban a tomar fuerza, me acordaba de mi madre. Su risa, su amor, su lucha. Pensaba en cómo, a pesar de su dolor, siempre me había enseñado a encontrar una chispa de luz en la oscuridad. Era un recordatorio que me hacía sentir aún más angustiado. Ella no merecía que yo renunciara a la vida que tanto había luchado por darme.

Pero esos pensamientos oscuros eran persistentes, y muchas veces me encontraba sentado en un rincón de la calle, con las lágrimas corriendo por mis mejillas, preguntándome si había un camino que me llevara hacia algo mejor. A veces, incluso buscaba objetos en la basura, cosas que podrían servirme para hacerme daño. Era una lucha constante entre el deseo de escapar de este sufrimiento y la esperanza de que algo, en algún momento, pudiera cambiar.

Las noches se volvían interminables, y el silencio de la calle se sentía opresivo. En ocasiones, me sentaba en el borde de un banco, mirando las luces de la ciudad que brillaban a lo lejos, como estrellas lejanas que nunca podría alcanzar. En mi mente, la oscuridad se convertía en una invitación a dejarme caer, a rendirme ante el peso del dolor que me agobiaba.

Había momentos en que la confusión se apoderaba de mí, y la tristeza se convertía en rabia. Me sentía atrapado en un ciclo interminable de sufrimiento, y esa ira era un refugio. A veces, me quedaba mirando al cielo, gritando en silencio hacia los hombres de traje que jamás mirarían hacia abajo, que se desentendían de nosotros, de nuestros problemas, de nuestras vidas.



#2077 en Otros

En el texto hay: drama, amor, suspenso

Editado: 05.06.2025

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