El culto al cuerpo
Alizia Stürtze
La utilización, el reconocimiento, el disfrute de nuestro cuerpo puede ser hermoso y liberador (por algo ha combatido y negado siempre la Iglesia nuestra libertad de decidir sobre él), pero puede ser también alienante. Si con la revolución sexual de los 60 (llamada así en un reduccionismo muy parecido a ése que nos anuncia la llegada de la revolución vía Internet que olvida que la revolución es algo muy complejo que no se limita ni al sexo ni a estar conectado a un aparato) pareció que soltábamos amarras y dábamos al soporte corporal la parte que le correspondía en nuestro desarrollo integral, últimamente el cuerpo parece estar convirtiéndose en mero objeto de consumo en una sociedad que no ofrece al individuo ninguna otra expectativa de libertad global.
Aeróbic, pesas, cirugía plástica, cambio de color o de sexo. . . La nueva plasticidad del cuerpo, su nuevo potencial de metamorfosis, nos permite escapar en cierta medida a nuestro destino biológico, algo impensable hace unos años. El cuerpo se convierte así en un nuevo campo de lucha y de autorrealización (no hay más que ver lo cachas que se ponen los beltzas en el gimnasio para poder autorrealizarse mejor en el trabajo). Ya no nos interesa cambiar la sociedad. Nos conformamos con cambiar nuestro cuerpo y reducimos así el campo de lo social a lo meramente personal.
Esta política del cuerpo, esta elevación de las funciones corporales a la categoría de "liberación", no se limita desgraciadamente a las capas pudientes (aunque éstas tengan, claro está, más posibilidades) sino que está cada vez más presente entre las clases trabajadoras, sobre todo entre los jóvenes para quienes el trabajarse el cuerpo, lo mismo que la posesión de coche o inalámbrico, o la posibilidad de viajar o de seguir la ruta del bakalao entre botellín y botellín de agua (¡qué sano!), se convierten en signos de liberación, cuando no son sino espejismos, sucedáneos de liberación. Y es que pensar que somos libres en nuestras funciones animales, corporales, es muestra precisamente de la división que nos impone la sociedad capitalista. Nuestra vida social, nuestra vida productiva, es un coto cada vez más cerrado, más estanco, cuya organización no podemos discutir. La acción colectiva es impensable y, por lo que nos quieren hacer creer, imposible. La sociedad no se puede cambiar, el paro no se puede cambiar, los contratos basura son como son, estamos cada vez más inermes en medio de una sociedad cada vez más competitiva, somos juguetes de un mundo y un destino que no comprendemos ni podemos controlar. Y así, limitamos la "liberación" al terreno del cuerpo, de lo privado, de las relaciones interpersonales. Y buscamos significado a nuestra vida en un lugar donde, desgraciadamente, jamás lo vamos a encontrar, convirtiendo el cuerpo en un eslabón más de nuestra alienación individual y colectiva.