Capítulo 5 – La Persistencia del Perfume
Elena no solía notar a sus vecinos, ella vivia en total soledad.
El edificio era antiguo, de pasillos húmedos y paredes que olían a moho y cigarrillo, un lugar donde cada quien se mantenía en su rutina y los saludos eran murmullos distraídos en el ascensor.
Por eso le pareció extraño cuando, después de varios días, el apartamento 3B —el de Sofía— seguía con las luces encendidas toda la noche.
Primero penso que habia sido un olvido. Luego al insomnio. Pero cuando el olor apareció, su curiosidad se volvió preocupación. Era un perfume dulce, demasiado intenso, que se filtraba por debajo de la puerta. Al principio olía a flores frescas, luego se tornó más pesado, casi carnal, como si el aire mismo fermentara con él, putrefacto quizas
Elena tocó la puerta varias veces. Nadie respondió. La administración del edificio, cansada de las quejas, la autorizó a entrar con un cerrajero. Dentro, todo estaba ordenado… demasiado ordenado, limpio, pulcro. Las ventanas estaban cerradas, pero las cortinas ondeaban con una brisa inexistente. En la mesa del comedor había una maceta con una flor roja, de pétalos gruesos y brillantes. El aroma venía de ahí, hipnótico, pegajoso, envolvente.
Elena dio un paso más y notó algo en el suelo: una libreta abierta, las hojas cubiertas de escritura frenética. Palabras tachadas, frases que parecían moverse con la sombra, dibujos de pétalos con ojos, rostros y palabras repetidas como un mantra:
“No me olvides.”
“Sobrevive tú, no yo.”
“La flor recuerda lo que yo ya no soy.”
Elena sintió un escalofrío recorrerle la espalda. En el aire había algo más que perfume; había presencia. Intentó abrir las ventanas, pero algo en ella se detuvo. Un pensamiento fugaz cruzó su mente: No lo hagas. Ella aún está aquí. Se giró bruscamente, pero no había nadie, tuvo miedo. Solo la libreta, la flor, y ese olor cada vez más penetrante, que ahoga.
Esa noche soñó con Sofía. En el sueño, la vio de pie, frente a la mesa, con el cabello suelto y la mirada vacía. Su voz sonaba como un eco dentro de un túnel, tambien habia distorcion:
—No la toques. No respires cerca. No dejes que te vea.
Elena despertó empapada en sudor frio, el aroma aún flotando en su habitación. Se levantó para tomar agua y vio algo imposible: en su propio escritorio, sobre su taza de café, había un pétalo rojo. No recordaba haberlo traído. No recordaba.
A la mañana siguiente, intentó contarle lo ocurrido a una compañera del trabajo. Pero las palabras se le trabaron en la garganta, como si algo le prohibiera mencionarlo. Algo extrano, una sensacion de impotencia se apodero de ella. Durante todo el día, el olor parecía perseguirla. En el autobús, en la oficina, incluso al llegar a casa. Y cada vez que cerraba los ojos, veía la flor, abriéndose lentamente, como si respirara al compás de su corazón.
Esa noche, no aguantó más. Volvió al apartamento 3B, guiada por una mezcla de miedo y fascinación.
Al entrar, estaba oscuro pero pudo notar que la flor se había abierto por completo. En su centro, entre los pétalos húmedos, por la savia roja, había algo que parecía un filamento… pero cuando se acercó, comprendió que era un cabello humano.
Elena retrocedió, horrorizada. Pero en lugar de salir corriendo, tomó la libreta. Necesitaba entender. En la última página, escrita con una caligrafía nerviosa, leyó:
“La flor no mata. Absorbe. Guarda lo que ama, y lo que ama… lo transforma.”
Elena sintió un cosquilleo en la piel, los vellos enseguida se pararon. En el reflejo del espejo del comedor, juraría haber visto a Sofía detrás de ella, sonriendo con una expresión triste. Cuando se dio la vuelta, no había nadie. Solo el perfume, más fuerte que nunca, y la sensación de que algo dentro de la flor la estaba observando.
Capítulo 6 – Brotes de Psicosis
Elena empezó a escuchar cosas.
Al principio eran ruidos leves: un crujido, un roce de hojas, el zumbido del refrigerador que parecía articular palabras. Luego, las voces tomaron forma y una macabra forma.
Eran susurros, casi dulces, que se colaban entre los sonidos habituales del apartamento:
—Elena… no cierres la puerta.
—Sofía aún te recuerda.
Intentó ignorarlas. Pero el aroma de la flor la seguía, pegado a la piel como un perfume maldito y a veces nauseabundo.
Lo olía en su ropa, en las sábanas, incluso en el agua de la ducha, todo olia a eso.
A veces, cuando abría el grifo, creía ver pequeños pétalos rojos flotando en el agua, que se disolvían al parpadear.
El sueño se volvió imposible. Cuando lograba dormir, soñaba con fragmentos de memorias que no le pertenecían: un cumpleaños bajo un sol pálido, una mujer escribiendo frenéticamente, una voz que decía: “Sobrevive tú, no yo.” era aterrador.
Al despertar, tenía la sensación de haber vivido otra vida entera, no suya. Y cada mañana, el reflejo del espejo parecía más distante, sombrio, como si la persona que la miraba desde el otro lado no fuera del todo ella. A veces el reflejo sonreía un segundo antes que su boca. O pestañeaba cuando ella no lo hacía. Turbio.
Una tarde, mientras revisaba la libreta de Sofía, notó algo nuevo. En la página donde antes solo había palabras tachadas, habían aparecido huellas de dedos marcadas con algo rojizo. El olor.
No sabía si era tinta… o sangre seca. Y bajo una de esas huellas, una frase escrita con letra diferente:
“Las raíces aprenden el lenguaje del que las toca.”
Elena cerró la libreta, temblando, sudando. La frase se le quedó grabada en la memoria. Esa noche, mientras el viento soplaba entre los postes del balcón, escuchó un sonido húmedo, como tierra moviéndose dentro de la maceta.
Se acercó, y vio cómo las raíces se asomaban ligeramente, retorciéndose. Era como si buscaran algo.
Y de pronto, una voz—una mezcla de su tono y el de Sofía—susurró desde la flor:
—¿Recuerdas cuando éramos una sola?