(Narra Zulius/Yatmael)
Subo por los senderos nevados de las montañas, dirigiéndome hasta la tierra donde me crié. A mi hogar, porque nunca dejó de serlo. Me refiero, por supuesto, a La Tierra de los Enanos, para ser exacto. Hace frío, pero no puedo estar más acostumbrado a él. Me entretengo soltando el vaho por la boca, como cuando era tan solo un chiquillo. Recuerdo que mi padre y yo competíamos para ver quién podía soltar mayor cantidad. ¡Acababa muy mareado, pero me reía muchísimo!
Mientras camino voy reconociendo lugares que solía frecuentar cuando era niño. Aquella arboleda de pinos altos donde aprendí a escalar árboles, aunque me llevase heridas en las rodillas. Aquel conjunto de rocas altas donde jugaba con una espada de juguete a las aventuras. Las grandes vistas de las montañas y bosques que tanto dibujaba. Y sobre todo, ese pequeño lago congelado donde aprendí a patinar sobre hielo. Mi madre siempre me llevaba, y me regañaba cuando me tiraba a propósito para deslizarme como un pingüino. ¡Qué tiempos aquellos!
Cuando por fin avisto mi pueblo en la lejanía, mis piernas se llenan de energía y corro hacia allí. En cada paso que doy, siento que vuelvo a mi hogar. Al sitio donde siempre pertenecí. La calidez del pueblo me envuelve enseguida. Huele a hierro, a pino y a estofado. Con toda la alegría del mundo, recorro las calles donde jugaba con otros niños. Paso también por el que fue mi colegio tiempo atrás: Un edificio de piedra no muy alto, con un gran jardín entre muros blancos. Escucho niños riendo dentro, y no puedo evitar recrear al chiquillo que fui en ellos.
Algunos enanos me saludan al verme o me dan un golpe en la espalda como saludo. Aunque sea humano, nunca me sentí fuera de lugar en este sitio. Jamás me hicieron sentir diferente cuando empecé a ser más alto, o cuando me tardaba más en crecer la barba. Por eso, y porque me criaron así, yo me considero un enano más. Al menos, de corazón.
—¡Yatmael, niño! —me llama alguien. Aquí en el pueblo siempre me han llamado con mi nombre real en vez del que recibí al graduarme en hechicería. ¡Y me gusta! Siento que vuelvo al pasado, a aquellas épocas.
Me giro y veo a mis padres adoptivos junto a Grynn, el grifo de nuestra familia. Hay otros enanos y enanas alrededor, gente conocida y querida. Mi madre me recibe con brazos abiertos, y mi padre con una sonrisa orgullosa en su rostro. Cuando llego hasta ellos me agacho y los abrazo con fuerza. Ellos consiguen levantarme del suelo, usando aquella gran fuerza enana que tanto admiro. Grynn restriega su pico en mi mejilla, y yo lo abrazo también a él, recordando mientras todas las veces que monté sobre su lomo.
—¡Ya estoy en casa! —digo con entusiasmo—. ¿Habéis preparado el vino?
—Una despensa llena solo para ti —interviene otro enano, un vecino muy cercano a la familia.
Yo me río de alegría. No puedo estar más a gusto aquí, en estas montañas nevadas donde habita mi gente. Este siempre será mi sitio, el lugar que me vio crecer.
Mi hogar.