(Narra Arno)
El frío arrecia a medida que el otoño se instala. Por las ventanas puedo ver cómo se mueven los árboles, sacudidos por la fiereza del viento. Las hojas caen ligeras, llenando el suelo de tonos marrones, amarillos y naranjas. Aquí en la granja, todo ocurre tranquilamente. Los problemas no parecen llegar hasta aquí. Salgo de la cocina con dos tazas de chocolate caliente que he preparado. Noto cómo el calor pasa a mis manos, echando el frío de mi cuerpo.
Cuando llego al salón, Adela se ha quedado dormida en el sofá. Tú permaneces entre los brazos de tu madre, mirándome completamente despierta. Diana, mi pequeña semielfa. El tesoro que más quiero proteger. Dejo las tazas con el chocolate caliente en la mesita y te cojo entre mis brazos. Tú ríes cuando te levanto, con la inocencia y la dulzura de un bebé. Cuando te abrazo, tú haces lo mismo y es ahí cuando aquel sentimiento paternal me inunda del todo. Esa necesidad de protegerte frente a todo, de cuidarte, de hacerte reír y calmar tus llantos.
Me siento en el sofá con cuidado de no despertar a tu madre, y tú empiezas a tirar de mis largas orejas porque te resultan curiosas. Yo me dejo hacer, porque me gusta verte contenta. Te miro a los ojos, de aquel color miel que has heredado de mí. Miro tus pequeñas orejas acabadas en punta. Tú dejas las mías en paz y me tocas las mejillas mientras te ríes. No te puedes imaginar el cariño y la dulzura que siento ahora mismo. La alegría de tenerte me invade cada célula de mi cuerpo.
—Vas a ser una chica muy valiente, ¿verdad, pequeña? —te susurro, y tú te quedas mirándome como si hubieras entendido lo que te he dicho—. Lo veo en tus ojos.
Tú te metes los dedos en la boca, y yo beso tu cabeza para hacerte sentir más segura. Luego te siento en mis piernas y cojo la taza de chocolate caliente. Tú, tan traviesa como siempre, intentas cogerme la taza con esas manos inquietas. Sonrío, y decido darte una pequeña cucharada de chocolate. Me aseguro de que no está demasiado caliente y te lo doy con cuidado. Después de algunas cucharadas acabas, no sé cómo, perdida de chocolate. Y te ríes porque te parece divertido.
—Ay, Diana —digo entre un suspiro, mientras te limpio la cara con una servilleta.
Compartiendo este dulce chocolate, se crea un momento padre-hija que jamás olvidaré. Solo el otoño será testigo de esto.