Grayson
El trato con los inversionistas asiáticos había sido más complicado de lo esperado. Tres días de reuniones, cláusulas, sonrisas falsas y whisky de 400 dólares. Lo único que quería era una bebida decente y silencio.
El bar del hotel no tenía ninguna de las dos cosas. Pero el bourbon era bueno. Me senté en la barra, sin intención de socializar. Fue entonces cuando ella apareció.
Rubia, elegante, caminando como si tuviera una columna de hielo en la espalda. Bella, sí, pero también... intensamente molesta. Con ese tipo de rigidez que solo tienen los cirujanos o las fiscales federales. La vi fruncir el ceño al ver mi vaso vacío y levantar la mano.
—¿Otra ronda? —pregunté al barman justo cuando ella alzaba la voz:
—Perdón, ¿puedes traerme un martini seco, por favor?
Él asintió, pero sus ojos se desviaron hacia mí.
—Lo siento —le dije—. ¿Eres nueva? No te había visto por aquí. ¿Turno de noche?
Ella me miró como si acabara de insultar a su linaje.
—¿Perdón?
—Solo preguntaba si trabajabas aquí. Camarera, ¿no?
Hubo un segundo de silencio. Después, una risa seca.
—¿Eso es en serio? —cruzó los brazos—. ¿O solo practicas tu misoginia en público?
Ok. Claramente no era una camarera.
—Touché —dije, levantando las manos—. Fue una suposición lógica. Ropa sobria, recogido perfecto, actitud de “no me hables”...
—Soy doctora.
—Ah. Entonces además de perfecta, también peligrosa.
—Y tú eres un idiota —espetó.
Me reí. No pude evitarlo. Su indignación era tan... fascinante.
—Probablemente. Pero al menos soy honesto.
Se dio media vuelta para irse, pero tropezó con uno de los taburetes. El camarero dejó su martini en la barra. Ella dudó un momento... y luego volvió.
—Una sola copa —dijo, más para sí misma que para mí.
—Trato justo —respondí, empujándole el vaso con dos dedos—. Por los malentendidos.
Se lo pensó. Luego bebió. Y ahí comenzó todo.
No hablamos de nuestros trabajos ni de nuestros nombres. Hablamos de cosas tontas: las bodas, el estrés, la vida. Ella se relajó. Yo también.
Y por primera vez en mucho tiempo... reí sin filtros.
Sin saber que esa mujer altiva y preciosa iba a arruinar —y salvar— toda mi vida.