Grayson
El día empezó normal. Demasiado normal. Claire se sentía bien. Desayunamos juntos. Tuve una videollamada con Londres. Ella leía un libro sobre crianza mientras acariciaba su vientre. Todo parecía en calma.
Hasta que no lo estuvo.
—Grayson… —su voz fue apenas un susurro, pero tenía filo—. Creo que rompí bolsa.
La miré. Parpadeé. Luego miré el charco en el suelo.
Y entré en pánico.
—¿Ahora? ¿Ya? ¡Faltan semanas!
—Bueno, parece que nuestro hijo tiene su propio calendario.
Intenté ser racional, pero temblaban mis manos. Tomé su bolso, llamé al hospital, metí las llaves en la cafetera, olvidé mi teléfono y corrí como si estuviera en llamas.
—¡Cálmate, Locke! —me gritó desde el auto, riéndose entre contracciones—. No estás pariendo tú.
Cuando llegamos, ya tenía cinco centímetros de dilatación. Le pusieron una bata. La conectaron a monitores. Y yo... yo no me moví de su lado.
—Estoy bien —decía ella, apretando los dientes—. Solo... necesito que no te vayas.
—No me voy a mover. Ni un centímetro.
Las horas se hicieron eternas. Gritó. Lloró. Se rió. Me insultó. Le ofrecí mi mano y casi me la rompe. Pero nunca, en toda mi vida, vi algo tan valiente. Tan increíblemente fuerte.
—Lo estás haciendo perfecto —le dije cuando ya estaba empujando—. Estoy tan orgulloso de ti, Claire.
Y entonces... lloró. No de dolor, sino de emoción. Me miró con los ojos brillantes y una sonrisa vencida por el cansancio.
—¿Sabes qué es lo más loco?
—¿Qué?
—Todo empezó con una noche estúpida en Las Vegas.
Reí, nervioso, emocionado, al borde del colapso.
—Y mira cómo terminamos.
Justo en ese momento, escuchamos el primer llanto.
Nuestro hijo.
Nuestro milagro.
Editado: 01.07.2025