Hoy el aire está pesado. Hay algo en la atmósfera, como si el mundo supiera que no hay vuelta atrás, como si incluso la naturaleza se hubiera detenido para recordarme que ya nada volverá a ser igual. La casa parece aún más vacía, como si cada rincón estuviera gritando tu nombre, y yo, incapaz de oírlo, solo puedo quedarme aquí, mirando las sombras al caer la tarde. Son sombras largas, frías, que se estiran y se encogen como si, al igual que yo, intentaran encontrar un lugar donde descansar.
Los días son solo una sucesión de horas que no significan nada, solo el constante y monótono recordatorio de tu ausencia. Al principio, traté de llenar los espacios. Cambié los muebles de lugar, intenté hacer cosas diferentes, pero siempre volvía a lo mismo: la casa sigue siendo la misma, y el vacío sigue siendo el mismo. No importa cuántos cambios haga, no importa cuántas veces lo intente, porque lo que realmente falta no se puede sustituir, no se puede reemplazar con objetos ni con gestos. Falta tu presencia. Y nada de lo que haga me devolverá ese trozo de mí que se fue contigo.
El reloj sigue su curso, implacable, indiferente, mientras yo me quedo atrapado en estos recuerdos que se repiten una y otra vez, como un eco que nunca termina de desvanecerse. A veces, cierro los ojos y trato de imaginar lo que sería el mundo sin este dolor, sin esta constante sensación de que algo se ha roto de una forma que no tiene arreglo. Pero todo lo que veo es oscuridad, como si incluso mi mente se hubiera rendido, como si ya no tuviera fuerza para imaginar un futuro donde no estés.
La gente me pregunta cómo estoy. A veces, les respondo con una sonrisa vacía, porque las palabras son solo eso, palabras sin sustancia, sin alma. ¿Cómo explicarles que todo lo que soy ahora está definido por lo que me falta? ¿Cómo les explico que mi corazón, ya cansado, no puede volver a latir de la misma manera? Que cada día es una lucha por mantenerme entero, por seguir siendo quien era antes de perderte. Pero no soy el mismo, no puedo serlo. La tristeza se ha convertido en mi sombra, y el dolor en mi piel. Ya no sé quién soy sin ti, ni cómo existo en este mundo que ya no tiene sentido.
Algunas noches, cuando la oscuridad se hace más profunda y el silencio me pesa más, me encuentro sentado en la cama, mirando las paredes, preguntándome si alguna vez habrá un momento en el que todo esto deje de doler. Pero sé que no lo habrá. El tiempo no cura nada, solo enseña a vivir con lo que se pierde. Y yo estoy aprendiendo, aunque a regañadientes, que el dolor no es algo que se pueda dejar atrás. Se queda, se incrusta en lo más profundo de ti, se convierte en parte de tu ser. Y aunque el mundo siga girando, aunque todo a tu alrededor continúe como si nada hubiera cambiado, dentro de ti hay un lugar que nunca será lo mismo. Un lugar que ya está marcado por lo que perdiste.
Hoy, como todos los días, voy a la ventana y miro el horizonte, buscando algo, tal vez una señal, tal vez algo que me diga que no todo está perdido. Pero la verdad es que, al mirarlo, solo encuentro el vacío. Y me doy cuenta de que, al igual que yo, el mundo sigue adelante, indiferente, sin importar lo que se haya ido, sin importar lo que ya no existe. Y todo lo que me queda es este dolor, esta ausencia, que me acompaña como un fiel testigo de lo que una vez fui y de lo que ya nunca seré.
Los restos de lo que fuimos se disuelven lentamente, como cenizas que el viento se lleva. Y yo, aquí atrapado entre los ecos de lo perdido, intento entender cómo se vive cuando ya no se tiene nada. Pero tal vez nunca lo entienda. Quizás el tiempo, cuando decida ser amable, me lo diga. O tal vez, simplemente, tendré que aprender a vivir con la certeza de que hay amores que no se curan, que hay pérdidas que no se reparten, que hay vacíos que nunca se llenan. Y todo lo que queda es caminar, seguir, aunque el peso de lo que ya no está haga cada paso más difícil de dar.
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Editado: 22.03.2025