La luz del atardecer entra en la habitación, tiñendo las paredes de un naranja triste, como si el día supiera que se está muriendo. Me quedo mirando la ventana, incapaz de moverme, como si el mundo afuera no pudiera tocarme, como si yo ya no existiera en él. Aquí, dentro, todo sigue igual, pero al mismo tiempo, nada es lo mismo. La silla donde te sentabas, el rincón donde solías dejar tus cosas, la manta que te cubría en las noches frías... todo sigue en su lugar, como si esperara que regresaras. Pero no lo harás. Nunca lo harás.
El aire está denso, pegajoso, como si estuviera lleno de algo que no puedo ver, algo que se ha quedado flotando aquí desde que te fuiste. Es como si te hubieras llevado no solo tus cosas, sino todo lo que alguna vez tuvo significado. Lo único que queda ahora es el peso de tu ausencia, que se arrastra detrás de mí en cada paso, y cada rincón que tocaste parece estar marcado por una huella invisible, algo que ni el tiempo puede borrar.
Recuerdo cuando, por primera vez, me dijiste que nos despediríamos. Lo tomé como una broma, un mal chiste, algo que se diría en un momento de cansancio o frustración. Nunca imaginé que, cuando lo dijiste, lo decías de verdad. Pensaba que el amor era más fuerte que todo eso. Pensaba que las promesas nunca se rompían. Pero aquí estoy, solo, rodeado de promesas rotas que ni siquiera puedo recordar con claridad, porque el dolor ha hecho que todo se distorsione. Los momentos felices se han vuelto borrosos, como fotografías antiguas que se desvanecen en el tiempo. Solo queda el dolor, nítido, claro, como una herida abierta que no cicatriza.
Las horas se arrastran, y la soledad se hace más grande con cada minuto. En la cama, las sábanas se sienten frías, demasiado frías. El espacio que ocupabas es tan grande ahora, tan vacío, que me parece imposible haberlo compartido alguna vez. Al principio, me levantaba en medio de la noche esperando escuchar tu respiración, esperando sentir tu cuerpo al lado del mío. Pero ya no está. Ya no hay nada. Solo la nada, como un vacío que se va extendiendo por todo el cuarto, por todo el aire, por todo lo que alguna vez significó algo.
Me siento a tu lado, aunque sé que no estás. A veces, el silencio se hace tan denso que puedo casi oírte hablar, casi sentirte cerca. Pero en cuanto intento tocarte, todo se desvanece, como un sueño que se disuelve al despertar. Y me quedo ahí, con las manos vacías, con el corazón vacío, preguntándome cómo es posible que algo tan real pueda desaparecer tan rápidamente.
Cada rincón de la casa es un recordatorio de lo que ya no existe. La mesa en la que solíamos cenar, el sillón donde te recostabas, las tazas de café que compartíamos en la madrugada… todo está aquí, pero vacío. Todo está aquí, pero te has ido.
Solo en la quietud de la noche, cuando todo se apaga, puedo cerrar los ojos y, por un momento, creer que estás aquí, que nada ha cambiado, que nada se ha perdido. Pero al despertar, el peso de la verdad me aplasta. Y no puedo dejar de llorar, no puedo dejar de sentir que me ahogo en esta tristeza que nunca se irá, que se ha convertido en mi única compañía.
Te fuiste. Y yo me quedé aquí, perdido en un lugar donde el amor ya no existe. Solo queda el eco de lo que fuimos, y ese eco me grita constantemente que ya no hay vuelta atrás. Que todo lo que construimos se ha derrumbado, que ya no hay nada que pueda reparar lo irremediable. Solo queda este dolor, esta habitación vacía, y un amor que ya no tiene sentido.
#1837 en Otros
#414 en Relatos cortos
soledad tristeza, soledad dolor recuerdo, soledad tranquilidad
Editado: 22.03.2025