Las mañanas ya no son como antes. Antes, cuando te despertabas a mi lado, el día comenzaba con la promesa de algo nuevo, con la sensación de que, al menos en ese momento, todo estaba bien. Ahora, me levanto con la misma pesadez que siento al cerrar los ojos, como si cada fibra de mi cuerpo fuera una carga. El sol entra a la habitación con indiferencia, no hay consuelo en su luz. Y me pregunto si alguna vez hubo un tiempo en el que todo no estuviera marcado por esta ausencia.
Hoy, como todos los días, trato de recordar lo que se siente ser feliz. No es nostalgia, ni siquiera el deseo de regresar a algo que ya no existe. Es un intento inútil de atrapar algo que se ha disuelto en el aire, como el humo que se desvanece tan rápido como llega. Pero la memoria me traiciona, no me deja ver los rostros nítidos, ni las risas que una vez compartimos. Lo único que queda es una neblina de lo que fuimos, una sombra de lo que pretendíamos ser.
Recuerdo tus manos. Cómo tomaban las mías con una suavidad que parecía no poder ser real. Recuerdo tu risa, ese sonido que llenaba todo el espacio, como si todo el mundo se alineara para escucharte. Pero esos recuerdos ya no son claros, ya no tienen la fuerza que alguna vez tuvieron. Se deshacen entre mis dedos, como arena que se escapa en el viento. Y lo peor de todo es que sé que esta es la única forma de seguir: olvidando lentamente todo lo que me hizo amar, todo lo que me hizo sentir que pertenecía a algo más grande.
He aprendido, a duras penas, que el olvido es una condena que se lleva en silencio. Nadie te lo explica, nadie te avisa que el dolor no se va, solo se adapta a ti. Como un huésped que nunca se va, se instala en tu pecho y lo hace suyo, hasta que tu cuerpo ya no distingue entre lo que sientes y lo que eras antes de sentirlo. No hay más lugar para los recuerdos felices, no hay más espacio para las promesas que alguna vez se dijeron con tanta certeza. Todo lo que queda es una cicatriz invisible que se agranda cada vez que intento avanzar.
Y sigo caminando por la casa, tocando las mismas cosas, mirando los mismos lugares donde solías estar. Pero todo está vacío. Las paredes me miran con la misma indiferencia con la que el tiempo pasa. Me pregunto si alguna vez seré capaz de dejar ir esto, de dejar ir el peso de tu nombre, de tus palabras, de la forma en que solías hacerme sentir que nada estaba perdido. Pero el olvido no llega, no importa cuánto lo desee. Solo queda este espacio entre lo que fui y lo que soy ahora, este abismo que me traga cada día un poco más.
El silencio se ha vuelto mi único compañero, y aunque intento huir de él, ya no sé cómo hacerlo. Cada intento de llenar este vacío solo lo agranda, como si mi alma estuviera hecha para el dolor. A veces me pregunto si en algún momento, cuando ya no quede más de mí, me olvidarán por completo, como si nunca hubiera existido. Y esa es la única forma de que el dolor termine: que todo se disuelva, que todo se apague, que la memoria se borre de una vez, como si nunca hubieras sido una parte tan importante de mí.
Pero sé que eso no sucederá. El olvido no es una opción. El dolor será lo único que me quede, como una sombra que nunca se va. Y así, paso mis días, atrapado en un ciclo sin fin de recuerdos que ya no puedo tocar, de momentos que ya no puedo revivir. Y todo lo que me queda es la certeza de que este es el precio de haberte amado: un vacío tan grande que ni el tiempo podrá llenar.
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Editado: 22.03.2025