El sol comenzaba a ascender lentamente, tiñendo el cielo con tonos cálidos de naranja y rosa, como si el universo tratara de consolarme. Pero, aunque el día despuntaba, la realidad seguía siendo la misma: una quietud inquietante, una sensación de estar suspendido entre el ayer y el mañana. El eco de tus palabras aún resonaba en mi mente, y el vacío de tu ausencia se mantenía latente, como una sombra que no quería irse.
Pero algo había cambiado en mí. Algo se había encendido en mi interior, una chispa pequeña, pero vibrante. Ya no miraba la vida con el mismo temor. Ya no sentía que el futuro estaba completamente perdido. En la oscuridad de la noche, había encontrado una luz. La luz de tu amor, que no se extinguiría con el paso del tiempo ni se apagaría con la distancia.
Hoy, decidí caminar. No sabía hacia dónde me llevaría ese camino, ni qué encontraría en el trayecto, pero sabía que ya no podía quedarme estático. La vida, aunque dolorosa, seguía fluyendo, y yo debía seguirla. Así que, con el corazón lleno de recuerdos y la mente repleta de preguntas, tomé el primer paso.
El viento soplaba suave, acariciando mi rostro, y el aire fresco me despejaba las ideas, como si tratara de ayudarme a encontrar claridad. Mientras caminaba, pensé en los momentos que compartimos, en las risas, las conversaciones, las promesas que nos hicimos. Pero también recordé las noches en las que la duda se apoderaba de mí, los momentos de silencio donde sentía que no había nada más que oscuridad. Sin embargo, ahora podía ver las cosas desde otra perspectiva. Sabía que esos momentos de duda no eran el final; eran solo una parte de un proceso.
A medida que avanzaba, me di cuenta de que la luz que sentía en mi interior no provenía solo de tus palabras, ni de tus gestos, ni de los recuerdos que quedaban entre nosotros. Esa luz provenía de algo mucho más profundo: de la fuerza que había nacido dentro de mí para seguir adelante, a pesar de las circunstancias, a pesar de la pérdida. Esa luz, alimentada por tu amor, había transformado mi dolor en esperanza.
Y, mientras mis pasos me llevaban por caminos que nunca antes había recorrido, entendí algo fundamental: el amor no se trata solo de la presencia física, ni de la cercanía de los cuerpos. El amor verdadero se encuentra en las huellas que dejamos en el alma del otro, en los rastros invisibles que permanecen mucho después de que las manos se separan o los ojos se apartan. Esa es la luz que nunca se apaga, la que sobrevive a las distancias y a las tormentas.
Al final del camino, llegué a un pequeño banco en un parque. Me senté, respirando profundamente, sintiendo la serenidad que me envolvía. A mi alrededor, el mundo seguía su curso. Ni el sol ni el viento ni los árboles parecían reconocer el dolor que yo había experimentado, pero yo sabía que todo aquello formaba parte de un todo más grande, un ciclo natural de luz y sombra, de esperanza y oscuridad. Y en ese ciclo, la luz del amor siempre encontraba su camino de regreso.
Me quedé allí un rato, solo con mis pensamientos y con la luz que aún brillaba dentro de mí. Comprendí que la vida seguiría trayéndome retos, momentos de tristeza y de alegría. Pero ahora, ya no los enfrentaba con miedo. Porque, en mi alma, la luz de tu amor permanecía. Y esa luz era lo suficientemente fuerte como para guiarme por el camino que aún me quedaba por recorrer.
Me levanté del banco, listo para seguir caminando. Sabía que la vida no sería fácil, pero también sabía que, en cada paso que diera, tu luz estaría allí, conmigo. Como una brújula interna que me recordaba que, a pesar de la oscuridad, siempre había un camino hacia la esperanza.
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Editado: 22.03.2025