El reloj marcaba la tarde, y el sol, ahora en su punto más alto, derramaba su luz dorada sobre el horizonte. Estaba sentado frente a un espejo, no buscando mi reflejo, sino buscando algo más profundo, algo que se había perdido y que, en algún lugar, aún esperaba ser encontrado. La casa, que alguna vez estuvo llena de risas y conversaciones, ahora resonaba con una quietud extraña, como si todo hubiera dejado de moverse. Pero en mí, algo seguía latiendo, algo que no podía ignorar.
Miraba mis ojos en el espejo. No me reconocía del todo. Había cambiado tanto desde aquel día en que todo se desmoronó. El tiempo, como un río caudaloso, había llevado consigo la sensación de certezas, de control. Y, aunque en mis ojos aún se podía ver el cansancio de la lucha, también había algo más: una calma inesperada, una paz que nunca antes había sentido.
Tu luz, la que creía perdida, seguía ardiendo dentro de mí, y ahora la veía reflejada en mis propios ojos. Al principio, no entendía bien qué significaba, ni cómo había llegado a estar ahí. Pensaba que el dolor y la ausencia me habrían despojado de todo lo que alguna vez fui, pero entonces entendí que el amor que me diste había quedado grabado en lo más profundo de mi ser. Era algo tan intangible, tan hermoso, que no podía desaparecer. Al contrario, se había transformado. Había dejado de ser una simple luz externa y se había convertido en parte de mí, un faro que guiaba mis pasos, un susurro de esperanza en los momentos de desesperación.
Me levanté del espejo y me dirigí al jardín. El aire fresco de la tarde acariciaba mi rostro, y el aroma de las flores, a pesar de todo, seguía siendo el mismo. Vi una mariposa que volaba entre las flores, como un símbolo de transformación. Me detuve a observarla, maravillado por su gracia. Al igual que la mariposa, yo también estaba en un proceso de transformación. Quizás aún no era completamente consciente de ello, pero algo en mí estaba cambiando.
El dolor, que antes parecía ser mi única compañía, comenzaba a desvanecerse, como la niebla que se disipa con la luz del sol. No era que la ausencia se desvaneciera por completo, ni que olvidara lo que había perdido. Pero ya no me sentía arrastrado por la oscuridad. Ahora entendía que la luz que me habías dado no se había ido. De alguna forma, seguía siendo parte de mí, no como una sombra del pasado, sino como una fuerza viva que me impulsaba a seguir adelante, a encontrar la belleza en las pequeñas cosas, en los momentos simples.
Me senté bajo el árbol de siempre, aquel que plantamos juntos en un día de verano. La imagen de tus manos acariciando la tierra, la risa que compartimos mientras sembrábamos esas pequeñas semillas, se grabó nuevamente en mi memoria. Y, a través de esos recuerdos, sentí que no todo se había perdido. Tu amor, como las raíces profundas de ese árbol, seguía creciendo dentro de mí, aunque no siempre pudiera verlo. Y, al igual que el árbol, yo también estaba creciendo, aprendiendo a sanar, a abrirme a nuevas posibilidades.
Mientras el sol comenzaba a descender lentamente, tiñendo el cielo de tonos rojos y morados, entendí algo: no importaba cuán oscura pudiera parecer la noche, ni cuán largos fueran los días de tormenta. Había algo dentro de mí, algo que nadie podía arrancar, algo que siempre permanecería: el reflejo de la luz que me diste, el eco de tu amor. Y con ese amor, todo era posible.
Me levanté del suelo, sintiéndome renovado, más ligero. A pesar de los días grises, sabía que tenía un propósito. No solo en el recuerdo de lo que había sido, sino en la certeza de lo que podría ser. Porque esa luz, la que nunca se apaga, era la que me seguiría guiando, me seguiría protegiendo, y me daría la fuerza para seguir viviendo.
Al caminar de regreso hacia la casa, miré hacia el cielo, y aunque no pudieras verme, sentí que tu presencia estaba a mi lado. Y comprendí que, al final, no se trata de lo que perdemos, sino de lo que seguimos encontrando en medio de la oscuridad. Y en mi caso, siempre encontraría tu amor, siempre encontraría esa luz que permanece.
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Editado: 22.03.2025