La casa estaba más vacía que nunca. El eco de cada paso resonaba con fuerza, como si las paredes se estuvieran desmoronando poco a poco, llevándose consigo los últimos vestigios de lo que alguna vez fue un hogar lleno de risas y vida. Ahora, solo quedaban sombras, algunas fugaces, otras tan oscuras que parecían tragarse todo a su paso. No importaba cuánto intentara llenar ese espacio con recuerdos, con objetos que me recordaran tu presencia, la verdad era clara: ya no estabas.
Me senté en el rincón donde solíamos hablar por horas. El sillón, una vez cómodo y familiar, ahora se sentía como una prisión. El silencio que me envolvía no era el mismo que antes. Ya no tenía consuelo ni paz. No podía escuchar el eco de tu risa en mis pensamientos, ni las palabras que tanto amaba, aquellas que siempre lograban calmar mis temores. Solo quedaba un vacío, y con él, una pesada carga que nunca me dejaba respirar.
Había pasado tanto tiempo desde que te fuiste, pero la ausencia seguía siendo tan dolorosa como el primer día. Las horas se arrastraban como un río lento, y todo lo que alguna vez me hizo sentir vivo ahora se sentía ajeno, distante. A veces me encontraba esperando un sonido, una señal, algo que me dijera que no todo había terminado, que aún había una oportunidad, pero solo encontré el peso del silencio, como una losa sobre mi pecho.
Me levanté, casi sin fuerzas, y caminé hacia la ventana. Afuera, el mundo seguía girando, indiferente a mi dolor. Las personas pasaban, algunos reían, otros conversaban, pero todo eso me parecía tan lejano. Yo estaba atrapado en un mundo sin color, sin vida. No había nada que pudiera hacer para cambiarlo. No había forma de que la oscuridad que me envolvía pudiera desaparecer. No había vuelta atrás. Ya no podía sentir la luz de tu amor; la había perdido en algún rincón de mi alma, donde la tristeza la había sepultado sin piedad.
Recuerdo el último día que pasamos juntos. Estaba tan claro, tan nítido en mi mente. El sol brillaba, pero todo parecía borroso. Sentí que te perdía, pero no lo entendí en ese momento. Pensé que era solo un mal sueño, que despertaría y todo volvería a ser como antes. Pero no. Aquel día fue el último. Te fuiste, y el pedazo de mi corazón que se fue contigo dejó un agujero que jamás sanará.
Me dejé caer al suelo, abrazando mis piernas, como si pudiera protegerme de algo que ya no tenía remedio. Las lágrimas no venían. Había dejado de llorar por ti, porque ya no quedaban fuerzas para hacerlo. Solo quedaba una tristeza tan profunda, tan quieta, que ni el llanto podía moverla.
La casa, ahora tan vacía como mi alma, se volvió el recordatorio constante de lo que perdí. Cada rincón me hablaba de ti, pero de una forma que me desgarraba por dentro. Ya no quedaba esperanza, solo el eco distante de lo que alguna vez fuimos. Y, en ese momento, entendí que nunca volvería a ser el mismo. Que tu partida me había roto, y aunque seguía respirando, mi vida ya no era más que un paso en falso tras otro.
El reloj seguía su marcha, pero para mí ya no significaba nada. El tiempo había dejado de tener sentido. Ya no había futuro, solo el peso de cada segundo que pasaba sin ti. Y mientras las sombras de la noche comenzaban a invadir la habitación, comprendí que la luz que alguna vez iluminó mi camino había desaparecido, y con ella, mi esperanza. Ahora solo quedaba el vacío, frío y eterno, que me acompañaría hasta el final.
#1201 en Otros
#248 en Relatos cortos
soledad tristeza, soledad dolor recuerdo, soledad tranquilidad
Editado: 22.03.2025