Solo tu y yo a escondidas del mundo

Prólogo

—¿Recuerdas cómo empezó todo?
La pregunta cae suave, como la brisa que viene del mar y mueve apenas los mechones sueltos del cabello de Daphne. Estamos tendidas sobre una manta raída, en la misma playa donde todo comenzó. Las toallas huelen a sal, a humedad, a verano que se resiste a morir. El cielo está manchado de colores: naranjas profundos, púrpuras apagados, y un último azul que se desvanece. Es ese momento exacto del día en que el mundo parece suspenderse. Donde todo duele un poco menos, o quizás solo se siente más claro.
Miro el horizonte, pero no respondo de inmediato. A veces pienso que todo esto lo imaginamos. Que aquel verano fue un espejismo, una pausa en la vida real. Pero entonces la veo: a ella, aquí, conmigo, con la misma expresión de antes, aunque ahora la lleva con más ternura, menos rabia.
—¿Cómo olvidarlo? —respondo al fin—. Si fue el comienzo de todo.
Daphne me mira. Sus ojos tienen ese brillo que solo aparece cuando está a punto de decir algo importante. Pero no lo dice todavía. Se limita a pasar una mano por la arena, como si quisiera tocar los restos de aquel primer día.
—Me caías mal —confiesa.
—Lo sé.
—Mucho —insiste.
—Eso también lo sé —sonrío.
Silencio. Uno de esos silencios en los que no hace falta llenar el aire con palabras, porque ya está lleno de cosas: de recuerdos, de risas pasadas, de discusiones absurdas que terminaban en carcajadas, o en algo más. Como aquel primer beso que no debió pasar. O ese segundo que no supimos evitar.
—No entiendo cómo pasamos de odiarnos a esto —dice Daphne en voz baja, como si le hablara al mar.
—Fue el verano —respondo—. El calor, la playa, la necesidad de algo distinto. Y tú. Siempre tú.
Daphne baja la mirada, pero su sonrisa se ensancha. La conozco tanto que ya no necesito adivinar lo que está pensando. A veces me pregunto cuándo pasó eso. Cuándo dejó de ser la chica que me sacaba de quicio con cada palabra, para convertirse en la que me desarma con solo una mirada.
—¿Te acuerdas del primer día en la cafetería? —me pregunta—. Tú llegaste tarde, como siempre, y yo estaba organizando las mesas.
—Te ofrecí ayuda y tú me dijiste: “¿Sabes apilar sillas sin romperte una uña?”
—Y tú me dijiste: “¿Siempre eres tan simpática o es solo conmigo?”
—Y luego rompiste una taza —dice, riéndose.
—Fue culpa del piso. Estaba mojado.
—Fue culpa de tu torpeza.
La risa nos envuelve. De pronto, estamos ahí otra vez: dieciocho años, calor pegajoso, uniforme incómodo, un pueblo pequeño donde todos se conocen y todo parece detenido. El mundo era otro, y sin embargo, éramos nosotras.
—¿Y si no hubiera sido ese verano? —murmura Daphne, ahora más seria.
—¿Si no nos hubiéramos encontrado?
—O si no hubiéramos cedido.
La miro. Me acerco un poco. El viento huele a sal y a recuerdos. Aprieto su mano.
—Hubiera sido un error —digo.
Porque sé que sí. Porque de todas las cosas que pude haber hecho mal, elegirla fue lo único correcto. Aunque doliera a ratos. Aunque al final del verano todo pareciera romperse.
—Fue imperfecto —dice Daphne.
—Y fue nuestro.
Silencio otra vez.
Un pájaro cruza el cielo. Las primeras estrellas asoman. La arena está más fría, pero nos quedamos ahí, como si ese lugar, esa manta, ese momento, pudieran detener el paso del tiempo.
—Hay veranos que se olvidan —digo, acariciando su brazo.
—Y hay veranos que se quedan —responde.
Y nos miramos. Nos miramos largo. Como si todo lo que vivimos —las peleas, las reconciliaciones, los suspiros bajo el sol, las despedidas a medias— pudiera resumirse en ese instante. Un gesto. Una certeza. Un eco que no se desvanece.
Ese verano nos cambió.
Nos rompió.
Nos reconstruyó.
Nos hizo nuevas.
Nos hizo valientes.
Y sí… nos hizo amantes.
Ahora, en este rincón de mundo donde nada ha cambiado salvo nosotras, el mar vuelve a hablar. Susurra entre las olas como si recordara también.
Y nosotras escuchamos.
Como si todo estuviera a punto de comenzar otra vez.




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