Café Amargo, Brisa Salada
El calor del mediodía se pegaba a la piel como una segunda capa, húmeda y persistente. Las calles de Cala del Viento dormitaban bajo un cielo de un azul implacable, como si el pueblo entero se hubiera rendido a la pereza veraniega. Solo el murmullo de las olas y algún zumbido lejano de cigarras rompían el silencio. Era el tipo de día en que el tiempo parecía estancarse.
Darcie Navarra se despertó con el ceño fruncido. La cama era demasiado blanda, la habitación demasiado luminosa y, para colmo, las gaviotas parecían tener una competencia de chillidos justo fuera de su ventana. Se frotó los ojos, se recogió el cabello en una coleta apretada y bajó las escaleras arrastrando los pies, deseando café y algo de paz.
Paz no iba a tenerla.
En la cocina de la pensión, Daphne Arranda estaba sentada sobre la encimera, bebiendo café en una de esas tazas grandes y feas que parecen sacadas de una película de los 80. Llevaba una camiseta desgastada con el logo de una banda indie que Darcie reconocía pero jamás admitiría que le gustaba. Tenía las piernas cruzadas y la expresión relajada, como si el mundo entero le importara poco.
—Buenos días, princesa del caos —dijo Daphne sin siquiera mirarla.
—¿Desde cuándo hablas como si fueras divertida? —resopló Darcie, abriendo la alacena con fuerza.
—Desde que descubrí que te saca de quicio —respondió Daphne, finalmente alzando la vista con una sonrisa traviesa.
Darcie hizo una mueca mientras servía cereales en un bol. No tenía intención de seguirle el juego, pero sabía que si no respondía, Daphne ganaba. Y perder frente a ella era, por alguna razón, lo que más le molestaba en el mundo.
—No todas tenemos el privilegio de amanecer en modo sarcasmo. Algunas dormimos mal. Algunas tenemos insomnio inducido por voces irritantes.
—¿No serás tú hablando dormida?
—¿Y tú espiándome mientras duermo?
Silencio.
Daphne se rió por lo bajo, pero Darcie creyó ver un leve sonrojo en su rostro. O tal vez era la luz filtrándose entre las cortinas. El sol de Cala del Viento parecía tener la manía de hacer que todo brillara más de lo debido.
Más tarde ese mismo día, la madre de Daphne les pidió ayuda para llevar unas cajas al café familiar: "La Dársena", una pequeña joya frente al mar que combinaba aroma a pan recién horneado con vistas al océano y una clientela fiel compuesta por artistas, pescadores jubilados y turistas que venían por recomendación. Darcie aceptó con desgano, más por no quedarse sola que por verdadera disposición a ayudar.
El local era luminoso y encantador. Tenía sillas de madera azul cielo, manteles de lino blanco y plantas colgantes que bailaban con la brisa marina. En la terraza, las sombrillas se agitaban suavemente, y el aroma a café mezclado con sal despertaba algo nostálgico en Darcie, aunque no supiera muy bien qué.
Comenzaron a mover cajas, limpiar mesas y ordenar servilletas. Todo marchaba más o menos bien hasta que, en un descuido, Darcie tropezó con una caja mal puesta y estuvo a punto de caer de bruces sobre el suelo de baldosas. Daphne la sujetó por la cintura justo a tiempo.
Fue un segundo. Un instante breve, pero suficiente.
Las manos de Daphne eran cálidas. Su agarre fue firme, seguro, y sus ojos se encontraron a una distancia casi ridícula. Darcie podía contar las pecas en su nariz si quería. El corazón le dio un vuelco que no tuvo nada que ver con el susto.
Se apartaron al mismo tiempo.
—No me toques —dijo Darcie, más por reflejo que por necesidad.
—Créeme, no fue por gusto —respondió Daphne, aunque su tono no tenía la misma seguridad de siempre.
El resto de la tarde pasó con una tensión subyacente que ambas fingieron ignorar. Mientras limpiaban las ventanas del local, sus brazos se rozaron sin querer. Cuando acomodaban las sillas, sus manos se toparon, y una de las veces Darcie dejó caer una sin querer. Culpó al calor. Al esfuerzo. A lo que fuera, menos a la electricidad incómoda que empezaba a chispear cada vez que se acercaban demasiado.
En un momento, mientras ambas sacaban bandejas de limonada a la terraza, Darcie se quedó observando cómo Daphne se recogía el cabello con un pañuelo color mostaza. La tela atrapó mechones sueltos que brillaban bajo el sol, y por un segundo, solo un segundo, Darcie pensó que era hermosa. Luego sacudió la cabeza, como si pudiera borrar el pensamiento.
Cuando el sol comenzó a bajar y el cielo se tiñó de naranja y rosa, Daphne se sentó en una de las sillas con una bebida fría en la mano. Le hizo un gesto a Darcie para que se uniera. Lo hizo sin protestar, demasiado cansada para pelear y, quizás, demasiado confundida para seguir huyendo.
—¿Sabes? —dijo Daphne, mirando el horizonte—. Tal vez no estás hecha para odiar este lugar tanto como crees.
Darcie la miró con escepticismo.
—¿Ahora eres filósofa de playa?
—Solo digo que... algo te trajo aquí. Y no fue solo tu madre. A lo mejor necesitabas desconectar. Respirar.
—No respires por mí, gracias —murmuró Darcie, aunque sin dureza.
Se quedaron en silencio. Un silencio distinto. Uno que no dolía. Uno que parecía... posible.
El viento soplaba con fuerza. Las gaviotas volaban bajo. Las olas rompían con más ritmo. Algo en el aire había cambiado.
No estaban listas para admitirlo. No todavía.
Pero lo habían sentido.
El verano no era solo calor y sol.
Era una chispa.
Y acababa de encenderse.
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Editado: 18.06.2025