Solo tu y yo a escondidas del mundo

Capítulo 3

Tormenta sobre los tejados

El día había comenzado caluroso, como todos en Cala del Viento. Pero a media tarde, las nubes comenzaron a amontonarse sobre el mar, oscuras y densas, como si el cielo mismo estuviera conteniendo el aliento. Los locales, sabios por experiencia, recogieron toldos y aseguraron ventanas. Los turistas, incrédulos, miraban al cielo con sonrisas nerviosas, como si la tormenta fuera solo parte del decorado pintoresco del pueblo costero.

Daphne había salido a caminar por el malecón, cámara en mano. Le gustaban los cielos previos a la lluvia: tenían un dramatismo natural que no necesitaba filtros ni retoques. El aire olía distinto. El viento agitaba el cabello y las emociones. Le gustaba esa sensación de que algo estaba por pasar.

No esperaba encontrarse con Darcie, claro. Mucho menos quedarse atrapada con ella.

La encontró en el muelle viejo, buscando refugio cuando las primeras gotas comenzaron a caer. Llevaba un libro en la mano y una cara de fastidio monumental. Cuando sus miradas se cruzaron, ambas suspiraron, como si el universo estuviera jugando una broma pesada.

—¿Tú también decidiste ignorar las advertencias meteorológicas? —preguntó Daphne, ya empapada, acercándose a paso firme.

—¿Y tú qué haces aquí? ¿Buscando inspiración para tus fotos dramáticas? —replicó Darcie, aunque sin la fuerza de siempre.

—Tal vez. O huyendo del encierro.

—Bienvenida al club.

La tormenta se desató sin previo aviso. El cielo se partió en un rugido de truenos, y la lluvia cayó con una fuerza brutal. Ambas corrieron al único refugio cercano: una cabaña de madera abandonada al final del muelle, que alguna vez había sido almacén de redes y boyas.

El interior estaba seco, aunque olía a sal y madera húmeda. Se sentaron en el suelo, temblando un poco, respirando el mismo aire cargado de electricidad. Afuera, el mundo era agua y viento. Adentro, silencio.

—¿Te dan miedo las tormentas? —preguntó Daphne, mirándola de reojo.

Darcie negó con la cabeza, pero sus brazos cruzados y los nudillos blancos decían otra cosa.

—No me asustan. Solo… me inquietan.

—Eso es miedo, Navarra. Solo con una mejor palabra.

Darcie no respondió. Se quedó mirando un clavo oxidado en la pared mientras la lluvia golpeaba el techo como si quisiera entrar a buscar refugio también.

—¿Sabes qué es lo peor? —dijo finalmente—. Que no sé cómo sobrevivir este verano sin sentir que todo está a punto de explotar. Mi madre fingiendo que todo está bien, este lugar que huele a pasado, y tú…

—¿Yo qué?

—Tú que existes como si nada te tocara. Como si fueras inmune a todo.

Daphne bajó la mirada. Por un instante, el disfraz se resquebrajó.

—¿Y quién te dijo que lo soy?

El trueno que siguió pareció sellar el momento. No había ironía en su voz, ni risa en sus labios. Había sinceridad. Y algo más. Algo frágil.

—Entonces, ¿por qué siempre estás burlándote de todo? —preguntó Darcie.

—Porque si me lo tomo en serio, me hundo —respondió Daphne, bajito.

Se miraron. Largo. Como si ambas se estuvieran descubriendo por primera vez.

—¿Qué te pasa realmente? —insistió Darcie, con voz más suave.

Daphne tragó saliva. Se pasó la mano por el cabello mojado.

—Mi padre solía pasar los veranos aquí. Después de que se fue, volví una vez… con él. Fue la última vez que lo vi. Desde entonces, este lugar me recuerda a las dos versiones de él: la que conocí, y la que me rompió. Así que sí… me burlo. Porque si no, me rompo yo también.

Darcie no dijo nada. Solo la miró. No con lástima, sino con una especie de respeto silencioso. Luego, sin pensarlo demasiado, estiró la mano y la puso sobre la de Daphne. Fue un gesto torpe, casi brusco, pero sincero.

Daphne no la apartó.

La tormenta rugió afuera, pero dentro de la cabaña, el aire se volvió más cálido. Más íntimo.

—Oye… —murmuró Darcie—. Cuando esta tormenta pase… ¿vas a seguir burlándote de mí?

—Solo si me sigues mirando así —respondió Daphne, sin pensarlo.

La risa que soltaron fue breve, pero real. Por primera vez desde que se conocieron, sonaba limpia.

La lluvia siguió cayendo, pero ya no importaba.

Porque por fin habían bajado las defensas.

Y en medio del ruido, de las confesiones, de los silencios compartidos…

Algo estaba comenzando a florecer.




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