Solo tu y yo a escondidas del mundo

Capítulo 4

Lo que no se dice

El sol volvió a brillar con fuerza al día siguiente, como si la tormenta nunca hubiera existido. El cielo era de un azul limpio, casi insultante. Los pájaros cantaban y la brisa marina traía consigo el aroma de sal, lavanda y rutina. Todo volvía a su curso en Cala del Viento. Todo, menos ellas.

Darcie se despertó temprano. Más temprano de lo habitual. Había dormido poco y mal, y no solo por el crujir del viejo colchón en la casa de su tía. Su mente seguía atrapada en la cabaña del muelle, entre la lluvia, las confesiones y esa mirada de Daphne que aún no sabía cómo digerir. No habían dicho mucho al despedirse. Un simple “Nos vemos” cargado de todo lo que no se atrevieron a nombrar.

Al pasar frente a la cafetería del pueblo, Darcie la vio. Sentada en su rincón habitual, con el café en una mano y el cuaderno de dibujo en la otra. Daphne levantó la mirada, apenas un segundo. Hubo una pausa, una tensión invisible. Y luego volvió a bajar la vista, como si nada.

Pero no era “nada”.

Darcie lo sintió en el pecho.

Por su parte, Daphne había llegado al café más temprano que nunca. Fingía estar concentrada en su cuaderno, dibujando el perfil de un velero anclado en la bahía, pero cada línea le salía torcida. Desde que se separaron la noche anterior, sentía la piel demasiado sensible. Como si todo la tocara más de lo debido. La forma en que Darcie había sostenido su mano. La ternura inesperada. La pregunta que aún resonaba en su interior: “¿Y si me dejas de mirar así?

No estaba preparada para la respuesta.

La jornada siguió como cualquier otra. Los turistas iban y venían. Las calles se llenaban de risas, niños corriendo, helados derritiéndose al sol. Y ellas, como si nada. Como si no se hubieran dicho todo sin decirlo.

—¿Te pasa algo con ella? —preguntó Andrea, mientras servía bebidas en el chiringuito frente al mar, donde ambas trabajaban por turnos.

—¿Con quién? —respondió Daphne, demasiado rápido.

Andrea alzó una ceja. —Con Darcie. La forma en que la miras… y cómo te callas cuando está cerca. Te cambia la cara, lo sepas o no.

Daphne bufó, pero no dijo nada más. Porque no sabía qué decir.

Esa tarde, Darcie fue a la biblioteca del pueblo. Un lugar tranquilo, donde el sonido del mar se colaba entre las páginas. Estaba buscando un libro —o tal vez una distracción— cuando escuchó pasos tras ella. Volteó. Ahí estaba.

Daphne.

Se quedaron en silencio por un segundo. Como si cada una esperara que la otra dijera lo que llevaba horas masticando.

—Sobre anoche… —empezó Darcie, pero Daphne alzó la mano.

—No tenemos que hablar de eso —dijo, demasiado rápido. Luego se mordió el labio, como arrepintiéndose de su tono.

Darcie frunció el ceño. —Tal vez sí deberíamos.

—¿Y para qué? ¿Para volvernos a decir cosas que no vamos a admitir cuando hay luz del día?

Hubo un silencio espeso. Cargado. Real.

—¿Y si quiero admitirlas?

Daphne se quedó sin palabras. Porque no era una respuesta esperada. Porque una parte de ella, aunque no quisiera admitirlo, también quería lo mismo.

—¿Y si yo no sé cómo? —susurró.

Darcie dio un paso más cerca. No demasiado, pero lo suficiente como para que el aire entre ellas se tensara. Como una cuerda que está a punto de romperse.

—Entonces averigüémoslo juntas.

Esa noche no hubo tormenta. Pero dentro de cada una, sí.

Porque el verano estaba corriendo. Y lo que estaba creciendo entre ellas, también.

Y por más que intentaran disfrazarlo, negarlo o reírse de ello…

Ambas sabían que estaban en medio de algo que podía cambiarlo todo.

Y que una vez que cruzaran esa línea, no habría vuelta atrás.




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