La línea invisible
El calor del mediodía se colaba entre las persianas de la pequeña galería de arte donde Daphne hacía sus prácticas. Afuera, Cala del Viento vibraba con el bullicio del verano: turistas caminando por la rambla, niños corriendo con helados derretidos en las manos, el canto monótono de las cigarras entre los pinos. Pero dentro del local, todo parecía suspendido en una calma espesa.
Daphne estaba sola, sentada sobre una manta extendida en el suelo pulido de madera, rodeada de lápices, papeles y bocetos a medio terminar. Tenía una ventana abierta cerca, y la brisa marina movía las esquinas de sus dibujos con suavidad, como si el viento estuviera husmeando entre su arte y sus pensamientos.
Pensamientos que, últimamente, solo tenían un nombre.
Darcie Navarra.
Desde aquella noche en la cabaña, desde la confesión a media voz, desde las miradas furtivas que compartieron en la biblioteca, algo había cambiado entre ellas. No sabían aún qué nombre ponerle, ni si querían hacerlo, pero el cambio era real. Daphne lo sentía en su estómago, en su pecho, en cada línea que trazaba sin querer con los labios apretados.
Estaba dibujando una figura femenina de espaldas cuando escuchó el sonido de la campanita de la entrada. No necesitó levantar la vista para saber quién era.
—¿Vienes a burlarte de los cuadros otra vez? —preguntó sin volverse.
—Pensaba más bien en ver cómo me retrataste esta vez —respondió la voz de Darcie, más cerca de lo que esperaba.
Daphne se giró y la encontró allí, con la brisa en el cabello, el sol en la espalda y esa media sonrisa que se le había hecho habitual últimamente. Vestía un short de mezclilla gastado y una camisa de lino blanca con las mangas enrolladas. Parecía salida de una película francesa, y eso no ayudaba en nada a la confusión de Daphne.
—No sabía que te gustaba tanto el arte —le dijo, fingiendo desinterés mientras recogía algunos papeles.
—No sabía que dibujabas tan bien. ¿Siempre fuiste tan reservada?
—¿Siempre fuiste tan insoportablemente directa?
Ambas se sonrieron. La tensión que las había acompañado las últimas semanas flotaba como una sombra familiar entre ellas, pero hoy tenía una textura distinta. Más densa. Más cargada.
—¿Me enseñas tus dibujos? —preguntó Darcie, con voz suave.
Daphne dudó. Su cuaderno era lo más íntimo que tenía, más incluso que sus pensamientos. Pero algo en la mirada de Darcie la hizo asentir.
—Si te ríes, te echo —advirtió.
Se sentaron juntas en el suelo, hombro con hombro. Daphne abrió el cuaderno, pasó página tras página con dedos cuidadosos. Había rostros, cuerpos en movimiento, escenas cotidianas del pueblo. Y entonces, sin buscarlo, Darcie vio su propio rostro. No uno, sino varios. Bocetos rápidos, en diferentes posturas: de espaldas, riendo, mirando por la ventana.
—¿Soy yo?
Daphne tragó saliva. —No sé dibujar otra cosa últimamente —susurró.
Hubo un silencio espeso.
—Estás en mi cabeza todo el tiempo —añadió, más bajo aún.
Darcie la miró. No con burla. No con sorpresa. Con una ternura extraña. Como si escuchar eso fuera tanto un alivio como un abismo.
—Estás en la mía también —respondió.
Y entonces, como si el mundo entero se hiciera más pequeño, más íntimo, Darcie alzó la mano y rozó la mejilla de Daphne. No fue un gesto precipitado. Fue suave, contenido, casi tembloroso. Daphne cerró los ojos por un instante, y cuando los abrió, tenía la frente apoyada contra la de Darcie.
—¿Te da miedo esto? —preguntó Darcie, con la voz rota.
—Mucho —admitió Daphne—. Pero más miedo me da que se acabe el verano y no sepas lo que siento cuando estás cerca.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire. Era la primera vez que una de ellas verbalizaba lo que hasta ahora solo existía en miradas y silencios.
Sus respiraciones se mezclaron. El espacio entre sus rostros era mínimo. Los dedos de Daphne buscaron los de Darcie y se entrelazaron. Lentamente. Como si el simple gesto pudiera romper algo sagrado.
No hubo beso. Pero no hacía falta.
Porque sus cuerpos, sus gestos, la quietud de ese momento, decían más de lo que podrían decir con palabras.
—No te vayas —susurró Daphne, como si lo dijera también para sí misma.
—No planeo hacerlo —respondió Darcie, sin apartar la frente de la suya.
Y así se quedaron. Dos chicas que se odiaban. Dos chicas que ahora no sabían cómo volver atrás. Que habían cruzado esa línea invisible entre lo que se siente y lo que se hace. Entre lo que niegas y lo que ya no puedes esconder.
Y aunque el verano seguía contando sus días hacia atrás, algo dentro de ellas —algo callado, pero imparable— había empezado a avanzar hacia adelante.
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romance entre chicas, enemigas a amantes, verano y descubrimiento
Editado: 01.07.2025