Solo tu y yo a escondidas del mundo

Capítulo 6

Lo que no se dice

El sonido de la campanita volvió a sonar.

Y fue como si alguien hubiera roto un hechizo.

Daphne y Darcie se separaron de inmediato, pero la electricidad entre sus cuerpos tardó unos segundos más en disiparse. La respiración de ambas seguía agitada, como si hubieran corrido sin moverse, como si algo dentro de ellas hubiera empezado a arder y no supieran cómo apagarlo.

Los dedos que segundos antes se habían rozado con una suavidad inesperada, temblaban ahora en el aire vacío. Y el silencio, tan íntimo hasta entonces, se llenó de una tensión densa, casi dolorosa.

—¿Daphne? ¿Estás aquí? —la voz de Marta, la encargada de la galería, llegó desde la entrada como una marea que lo arrasaba todo.

Daphne tragó saliva. —Aquí atrás —respondió, sin poder evitar que su voz saliera más baja de lo que quería.

Se incorporó rápidamente, cerrando el cuaderno con torpeza, mientras su mente trataba de recuperar el control. No miró a Darcie. No podía. Tenía miedo de lo que iba a encontrar en sus ojos… o de lo que no.

Darcie ya se había levantado. Tenía la mandíbula apretada, las manos escondidas en los bolsillos de su short, y la mirada fija en el suelo.

Marta asomó la cabeza por la puerta, sonriendo como si nada hubiese ocurrido. —Traje los nuevos catálogos. ¿Podrías ayudarme a guardarlos antes de que se doblen con el calor?

—Claro —dijo Daphne, obligándose a sonreír.

Cuando giró de nuevo hacia Darcie, ya estaba junto a la salida.

—Me voy —murmuró, sin mirarla—. Nos vemos.

Y sin esperar respuesta, salió por la puerta.

El calor de la calle era insoportable, pero Darcie apenas lo sentía.

Caminó sin rumbo, con el cuerpo tenso y la mente dando vueltas como un ventilador descompuesto. No sabía qué le pasaba. No sabía por qué seguía sintiendo el roce de los dedos de Daphne en su piel. Por qué el vacío que le había dejado al irse era tan físico, tan real.

No debería importarle. No debería sentirse así.

Hasta hace poco, verla le provocaba solo fastidio. Una competencia silenciosa. Una tensión constante. ¿Cómo habían llegado a esto?

Y sin embargo… había algo en la forma en que Daphne la había mirado. Una mezcla de sorpresa, deseo y algo más. Algo que no podía nombrar. Algo que le daba miedo.

Porque si le ponía nombre, ya no podría escapar de ello.

—Estúpido verano —murmuró, pateando una piedra en el camino.

Pasó por la heladería, el muelle, incluso por la librería donde Daphne a veces se quedaba después del trabajo. No entró. No buscó verla. Pero la pensó. La sintió en cada rincón, como si su presencia se hubiera impregnado en las calles.

Y cuando volvió a casa, tirándose sobre la cama sin siquiera cambiarse, lo supo.

No estaba huyendo de Daphne. Estaba huyendo de sí misma.

Daphne terminó de acomodar los catálogos en el mostrador, aunque tardó el doble de lo habitual. Cada movimiento era un intento de olvidar el temblor en sus dedos, el vacío repentino, la forma en que el silencio había cambiado después de esa casi-confesión que nunca se dijo del todo.

Marta le habló un poco de una exposición nueva, pero ella apenas escuchó. Asintió, murmuró respuestas. Fingió estar presente mientras su mente volvía una y otra vez a esa sensación extraña. A la cercanía. A la posibilidad.

Y a la forma en que Darcie se había ido sin mirar atrás.

No podía culparla. Ella también se había asustado. Sentir tanto, tan de golpe, era como estar al borde de un acantilado.

Pero había una parte de ella que sí la culpaba. Que se sentía abandonada, rota, como si ese momento se hubiera deshecho sin permiso. Como si lo que habían empezado a construir con tanto roce, tanta pelea, tantas conversaciones camufladas, se hubiera evaporado por miedo.

Esa noche, caminó sola por la playa.

Se quitó los zapatos, dejó que la espuma del mar le mojara los pies y se preguntó si Darcie estaría sintiendo lo mismo.

Si también la buscaba en el sonido de las olas.

Darcie no durmió bien.

Se dio mil vueltas en la cama, escuchando la vieja radio que tenía en su habitación, esperando que alguna canción la distrajera. Pero todo sonaba como una versión melancólica del eco de su propia confusión.

Y cuando finalmente se quedó dormida, soñó con el cuaderno de Daphne, con las palabras sin escribir, con los dedos entrelazados. Soñó con el instante antes del beso… y con la ausencia después.

Daphne tampoco durmió bien.

Despertó varias veces con la sensación de que le faltaba el aire. Abrió el cuaderno, quiso escribir, quiso ordenar lo que sentía. Pero nada salía.

Porque a veces, las cosas más importantes no pueden ponerse en palabras.

Porque a veces, lo que no se dice es lo que más se siente.




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