Solo tu y yo a escondidas del mundo

Capítulo 7

La noche que no se olvida

La brisa del mar se colaba entre las hogueras, trayendo consigo el salitre y el murmullo constante de las olas. Una fogata ardía en el centro de la playa, rodeada de cuerpos que se movían al ritmo de la música improvisada por un parlante pequeño conectado a un viejo celular. Voces, risas, luces de bengala y pasos sobre la arena: todo parecía parte de un verano en pausa, como si esa noche estuviera suspendida en el tiempo.

Darcie llegó tarde. No por casualidad, sino por estrategia.

No quería encontrarse con Daphne de inmediato. No quería parecer interesada. No quería que se le notara el temblor en las manos cuando escuchara su voz. Pero apenas puso un pie en la playa, supo que era inútil fingir.

Su mirada la buscó de forma automática. Y allí estaba.

Daphne, junto a Marina y un par de chicos del pueblo, sentada en una toalla doblada, con una botella de agua en la mano y el pelo recogido en una coleta alta que dejaba al descubierto su cuello y la curva suave de su espalda. Reía con la cabeza echada hacia atrás, y esa risa —ese sonido tan ridículamente contagioso— se le clavó a Darcie como una espina dulce.

Zoe apareció a su lado, cargando dos vasos de plástico. Le ofreció uno.

—¿Preparada para hacer como que todo está normal? —preguntó con media sonrisa.

—¿Lo parece? —Darcie aceptó el vaso y bebió sin preguntar qué era. Un trago fuerte, dulzón. Le quemó un poco la garganta.

—No mucho. Pareces una bomba emocional a punto de estallar.

—Perfecto —bufó Darcie—. Justo la imagen que quería proyectar.

—Tranquila. Te ves bien. Un poco nerviosa, pero... con ese brillo en los ojos. Ya sabes. Como cuando una está al borde de algo importante.

Darcie no respondió. Solo bajó la mirada y la clavó en la arena, en los pies descalzos que medio se hundían con cada paso. El calor de la fogata le daba en el rostro, pero el frío del mar se le colaba por la espalda. Era como estar entre dos extremos, como si su cuerpo no supiera a qué temperatura aferrarse.

Y entonces, Daphne la vio.

Fue solo un segundo. Un cruce de miradas breve, pero cargado de electricidad.

La risa de Daphne se detuvo. Sus ojos se quedaron fijos en los de Darcie. Luego volvió a girarse, como si nada.

Pero ambas lo sintieron.

Zoe no dijo nada más. La dejó sola, sabiendo que no hacía falta empujar.

Un rato después, cuando la música bajó y la mayoría se dispersó a buscar más bebida o refugio del viento, Darcie se encontró caminando hacia la orilla, sin pensarlo. Necesitaba aire. O eso se dijo.

Y fue allí donde la voz de Daphne la alcanzó, casi como un eco, casi como una pregunta atrapada en el viento.

—¿Huyendo o buscando algo?

Darcie se giró. Daphne estaba detrás de ella, sola. Ya no había ni rastro del grupo con el que llegó.

—Un poco de ambas —respondió Darcie.

Daphne dio un paso más cerca. La luna le iluminaba el rostro de lado, dándole ese aspecto frágil que Darcie odiaba y adoraba al mismo tiempo. Odiaba porque la hacía querer tocarla. Adoraba porque la hacía sentir viva.

—¿Caminamos? —preguntó Daphne.

Darcie asintió. No necesitó pensar esta vez.

La caminata fue lenta. Sus pasos se hundían en la arena húmeda mientras las olas se acercaban y retrocedían como queriendo tocarlas sin atreverse del todo. El pueblo quedaba a lo lejos, con sus luces cálidas titilando como luciérnagas. Y por un largo rato, ninguna de las dos dijo nada.

Hasta que Daphne rompió el silencio.

—A veces me gustaría no sentir nada.

Darcie no la miró. Solo siguió caminando, con el corazón latiéndole fuerte.

—¿Y lo dices por…?

—Por todo —respondió Daphne—. Por ti. Por mí. Por esta cosa que está entre nosotras. Porque no sé si es odio, deseo, confusión… o todo al mismo tiempo.

Darcie se detuvo. Giró para mirarla.

—Yo tampoco lo sé —admitió, con la voz rasposa.

El viento les revolvía el cabello, les pegaba la ropa al cuerpo. Y de pronto, se sintieron demasiado cerca. Como si todo el espacio entre ellas fuera un error del universo. Como si solo la piel pudiera resolverlo.

—No me gustas, Darcie —dijo Daphne, casi en un susurro.

Pero sus ojos decían lo contrario.

—Tú tampoco me gustas, Daphne —respondió Darcie, con una sonrisa triste.

Y entonces, el roce.

Primero fue un dedo. Luego una mano. No fue una toma firme, ni decidida. Fue como si sus cuerpos se buscaran en la oscuridad sin permiso. Como si, por fin, se permitieran sentirse.

Las manos se entrelazaron.

Y el mundo no explotó. No hubo fuegos artificiales. Solo el mar, la noche y ese calor tibio en las palmas, tan inesperado como inevitable.

Caminaron un poco más. En silencio. Como si hablar pudiera romper algo.

Como si, por primera vez, ambas supieran que lo que venía después iba a cambiarlo todo.




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