Ese día, nuestra casa quedó sin luz. Mi madre se llevó con ella a su descanso eterno, un dolor en el alma del que aún desconozco su raíz. Mi padre perdió el habla, su mente se nubló sumergida en sus recuerdos, y mi hermano, después de darle cristiana sepultura a mamá, decidió marcharse.
¡Adiós! —Solo un adiós. Esa sola palabra marcó nuestra despedida. De eso hace ya cuatro años.
Si me preguntan, "¿Cómo me siento?" la respuesta sería muy obvia.
Me siento vacío. Cada día, estas cuatro paredes que conformaron mi hogar, siento que me aplastan.
Me he imaginado un millón de veces cruzándome en el camino de mi hermano, y aún no sé cómo sería mi reacción al verlo. Tal vez, no me aguantaría las ganas de romperle la cara de nuevo, o aprovecharía para preguntarle, "¿Qué fue eso tan grave que sucedió entre él y mamá para que su vida se apagara?" O simplemente guardaría silencio y le daría un abrazo, que me permitiera no sentirme tan solo
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