Solo Un Recuerdo

Prólogo: La Primera Misión

30 de enero 4:07 a.m.

Dos siluetas se asoman entre la oscuridad de la noche. Una alta y robusta. La otra, más baja y delgada. Ambas cubiertas por largas capas oscuras, con una capucha cubriendo sus rostros.

Caminan por unas estrechas calles divididas por muros a la altura de la rodilla, lo suficientemente anchos para que una persona caminara por ellos. Iluminadas por unos faroles que proveen de una luz tenue, la suficiente para saber por dónde ir. Una figura más se suma al cuadro. Pero a esta no se le distingue una forma gracias a que se traslada únicamente por las sombras que le proveen los altos muros y casas alrededor de estas calles.

Las dos primeras llegan al final de la calle y giran hacia la derecha. La más delgada se monta en uno de los muros bajos con agilidad y empieza a andar, a un metro detrás de la figura robusta.

La tercera figura se acerca velozmente a la más delgada, y se le resbala un poco la caucha que la cubre dejando ver una cara demacrada, que reflejaba solamente ambición y codicia. Llena de marcas por la edad. Pero lo que más relucía era una guadaña color negro. Como si esta mujer quisiera hacer el trabajo de la muerte. Movió la guadaña a una velocidad increíble hacia su izquierda. A pesar de que era una velocidad antinatural, no pudo prevenir los movimientos de su contrincante. Antes de siquiera pensarlo ya tenía clavada entre ceja y ceja una fina daga color negro.

Cayó directamente en el suelo sin hacer mucho estruendo. La daga que seguía en su frente, rápidamente se encontró acompañada por una cuchilla lanzada por la figura más alta. Ambas se sacaron las capuchas dejando ver dos rostros completamente distintos.

-Te he repetido miles de veces que se dan dos golpes mortales.- Le reclamó la figura robusta, que resultó ser una mujer de edad con un su canoso cabello ajustado en un moño perfectamente arreglado, de tez oscura, con rasgos duros marcados por la edad y por los múltiples enfrentamientos pasados.- Así te aseguras que el trabajo este bien hecho, y que las ratas no vuelvan.

-Lo lamento señora.- se disculpó la figura pequeña. Su rostro como se mencionó antes, era bastante opuesto a la mujer que la acompaña, así como su cuerpo. Tenía el pelo poblado de rulos bien formados, el color era de un castaño rojizo. Su piel era increíblemente pálida, como si nunca hubiera estado bajo la luz del sol, y contrastaba con la oscura ropa que llevaba, dandole el aspecto de una criatura mágica y luminosa. Sus facciones eran suaves, pero no reflejaban sentimiento alguno a pesar de haber asesinado a alguien hace un segundo.- Me aseguraré de seguir su consejo la próxima vez.

-No es un consejo. Es una orden.- La mujer giró nuevamente hacia el camino.- Ahora apúrate. Recuerda que tenemos que llegar antes del amanecer.

Se volvió a colocar la capucha, y siguió su camino. La chica retiró su preciada daga del cráneo de la víctima, preguntándose quién habría mandado a esta vieja mujer a atacarlas. Naturalmente, no era la primera vez que ella asesinaba. Y tampoco es la primera vez que mandaban a alguien a asesinarla. La mafia en la cual estas dos mujeres trabajaban tiene muchos enemigos en todas partes del mundo, así que ya le era común este tipo de situaciones pero no podía evitar preguntarse quien. Aunque era entendible tratar de eliminar las armas más poderosas de tu contraincante. Esta arma es una joven con un control inestable sobre dos materiales tan volubles y peligrosos, como lo son el metal y el fuego.

Esta joven se llamaba Acacia Acantha Abbate. Hija de una mujer griega y un hombre italiano, de allí los nombres y apellido. La mujer que la acompañaba es llamada La Institutriz. Nadie conoce su verdadero nombre, ha transformado tanto su identidad, que ya se perdieron los rastros originales esta. Puede no tener control sobre ningún elemento, es una mujer digna temer. Esta mujer ha trabajado, y les ha enseñado a los mejores asesinos de todos los tiempos.

Siguen su camino por varias horas. Hasta que llegaron a su destino. Ambas pararon frente a una edificación enorme. Con unas murallas de piedra de mínimo diez metros. Cada cuatro metros en la parte superior de estas, se ubicaban cámaras de seguridad.

-Ya sabes que hacer.- Susurró la institutriz. Acacia asintió levemente con la cabeza. Hizo un suave movimiento con la mano derecha. Y de un momento a otro todas la cámaras que habían a cincuenta metros a la redonda se redujeron a una simple esfera de metal.

Las dos se pegaron a la pared y empezaron a trepar. Ambas tenían en las manos guantes con puntas de metal, que mientras subían por la pared se clavaban en ella y les permitía avanzar rápidamente por esta.

Al cabo de un minuto ya habían llegado al tope de el muro, y solo se tiraron hacia el otro lado. Cayeron sin hacer ruido con las rodillas dobladas y sin tambalear.

Por dentro, el lugar se veía mucho más amplio. La arquitectura hacia memoria a un castillo de antaño, aunque hoy en día se trata de una escuela especial para jóvenes que poseen control sobre algún elemento.

Las dos féminas se encargaron de entrar por una ventana sin hacer ruido alguno. Lograron ubicarse en el lugar rápidamente, y subieron por unas escaleras de gusanos, cruzaron pasillos, hasta que llegaron a una oficina que tenía un letrero pegado que rezaba: Oficina de registro. Entraron sigilosamente y volvieron a cerrar la puerta.



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En el texto hay: amor, abuso y suspenso

Editado: 20.03.2019

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