Capítulo 1: La noche que cambió todo
La música retumbaba como un latido compartido por los cuerpos que se agitaban en la pista. Luces rojas y doradas se deslizaban por las paredes del salón como lenguas de fuego en un palacio antiguo. La fiesta de disfraces se celebraba en un hotel antiguo del centro, de esos que parecen haber sido construidos para ocultar secretos más que para alojar turistas.
Elena ajustó la máscara negra sobre sus ojos. Era de encaje, ligera, lo justo para cubrir su identidad sin esconder su sonrisa. Vestía un vestido largo de terciopelo vino, ceñido en la cintura y con una abertura peligrosa en la pierna izquierda. No estaba acostumbrada a mostrar tanto, pero algo en esa noche la había empujado a hacerlo. Tal vez fue el champán. Tal vez fue la soledad.
A su alrededor, la fiesta era un carnaval elegante. Plumas, antifaces, capas, lentejuelas. El mundo real se había quedado tras la puerta giratoria del vestíbulo, y lo que ocurría aquí parecía estar suspendido fuera del tiempo.
Elena caminó entre los asistentes con una copa en la mano, pretendiendo buscar a alguien conocido, cuando en realidad estaba evitando pensar en su ex. Lo había dejado hacía una semana. Él no lloró, no rogó, solo le dijo que era una mujer difícil de amar. Y tal vez tenía razón. Ella pensaba demasiado, sentía demasiado, esperaba demasiado. Pero no esa noche.
Esa noche, se había prometido no esperar nada.
Al pasar junto al piano de cola decorado con flores rojas, lo vio.
Estaba apoyado contra una columna de mármol, parcialmente en sombra. Llevaba una máscara plateada que le cubría media cara, y un traje negro impecable con un pañuelo blanco en el bolsillo del saco. El detalle no era la ropa, sino cómo la llevaba: con un aire de quien no tiene prisa por impresionar a nadie, pero termina haciéndolo igual. Alto, de hombros anchos, postura relajada y una copa de whisky en la mano. No miraba a nadie. O mejor dicho, no *buscaba* a nadie. Hasta que sus ojos se cruzaron con los de Elena.
Y entonces sí la miró.
No sonrió. Solo alzó ligeramente la copa, como si brindara por ella desde lejos. Elena sintió un cosquilleo en la espalda. Decidió mirar hacia otro lado, pero cuando volvió a girar la vista, él ya no estaba.
—Qué estúpida —murmuró para sí, dándose vuelta.
Y allí estaba. A menos de un metro. La máscara le cubría el rostro hasta los pómulos, pero sus labios eran firmes, y sus ojos… oscuros, serenos. Como si nada en la fiesta lo sorprendiera, salvo ella.
—¿Huyendo de mí? —preguntó él, con una voz que vibraba bajo la música.
—¿Debería? —replicó Elena, sin moverse.
—No lo sé. ¿Piensas hacerme daño?
—Depende.
—¿De qué?
—De si me invitas una copa o me secuestras.
Él sonrió. Una sonrisa lenta, segura, que parecía dibujada con fuego. Le ofreció el brazo, y ella, sin pensar demasiado, lo tomó. Caminaron hacia el balcón del segundo piso, uno de esos que dan al interior del salón, desde donde podían observar a los demás sin ser observados. O al menos, eso creían.
La brisa nocturna le levantó el cabello a Elena y expuso su cuello. Él la miró con una intensidad que parecía medir distancias, no tiempo. Estaban en un juego silencioso, uno donde el peligro no venía de la violencia, sino del deseo.
—Ni siquiera sé tu nombre —dijo ella, con un leve temblor en la voz.
—Y yo no sé el tuyo —respondió él, sin dejar de mirarla—. ¿Quieres que esta noche tenga nombres?
—No —susurró Elena—. Quiero que tenga sentido.
La respuesta lo sorprendió. No por lo que decía, sino por cómo lo decía. No estaba jugando. No del todo. Había algo en esa mujer de vestido vino y ojos tristes que no encajaba con la superficialidad de la fiesta.
Él se acercó un poco más. Lo suficiente para que sus cuerpos compartieran el mismo aire.
—¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo solo porque sí? —preguntó él.
—Ahora mismo.
Se besaron como si hubieran estado besándose toda la vida y recién ahora se reencontraran. Sus bocas se buscaron con hambre y torpeza, como dos secretos mal guardados. La mano de él bajó por su cintura, y la de ella se enredó en su nuca, sintiendo el calor de su piel bajo la máscara.
Elena no recordaba cómo salieron del salón, ni cómo llegaron a la habitación del hotel. Solo recordaba que sus dedos le temblaban al desabrocharle la camisa. Él tenía el cuerpo de alguien que se cuida sin vanidad: hombros amplios, abdomen firme, piel marcada por alguna vieja cicatriz. Llevaba tatuado algo en el pectoral, pero ella no alcanzó a distinguirlo.
Él la contempló como si cada centímetro de su cuerpo fuera una decisión tomada en silencio. No había juicio en su mirada. Solo una calma profunda, y deseo. El tipo de deseo que no pregunta, solo espera a ser correspondido.
Elena se despojó del vestido como quien suelta un peso viejo. No dijo nada cuando él la tomó en brazos, ni cuando la recostó en la cama. No necesitaban palabras. Solo el sonido de sus respiraciones, entrecortadas, sincronizadas. La noche los envolvió con esa falsa eternidad que tienen los momentos intensos antes del amanecer.
Hicieron el amor con una mezcla de furia contenida y ternura súbita. No fue perfecto, ni lento, ni rítmico. Fue lo que tenía que ser: real, urgente, innegable.
Después, ella apoyó la cabeza en su pecho, sin atreverse a preguntar. Él le acarició el cabello con los dedos, despacio, como si contara los hilos.
—¿Y si mañana no recordamos nada? —dijo ella, sin abrir los ojos.
—Entonces hagamos que esta noche valga por todas —respondió él.
No hubo promesas. Ni teléfonos. Ni nombres.
Cuando Elena despertó, la cama estaba vacía. Sobre la almohada, solo quedaba una nota escrita con trazo firme: "Gracias por no pedirme nada."
Ella la leyó una vez. Luego la rompió en pequeños trozos y la dejó caer como confeti sobre las sábanas revueltas.
No lloró. No se maldijo. Solo se vistió en silencio y se fue sin mirar atrás.