Solomon Price: Horror en la casa Alberti

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Cuando su padre regresó de la farmacia con los medicamentos unas horas antes, Antonio no estaba en el apartamento. Teodoro pensó en lo increíble que era su hijo que, con altas fiebres, se había ido a la calle a jugar. El chico había cambiado tras la muerte de su madre. La falta que le hacía le afectaba mucho y a veces hacía cosas sin sentido, como salir a jugar estando tan enfermo. En una ocasión lo castigó muy severo cuando le explotó un huevo a un estudiante del colegio en la cabeza, ocasionando una pelea entre otros alumnos. Su hijo también le había hecho pasar apuros con algunos vecinos y desconocidos por otras travesuras que había hecho con sus amigos por todo el barrio.

En la noche había tenido desvaríos y habló en sueños. Por lo poco que Teodoro pudo entender entre balbuceos, estaban relacionados con la vieja residencia de los Alberti.

Teodoro se paró en el balcón. Desde allí les preguntó por su hijo a unos vecinos que jugaban póquer en el parqueo del edificio, mientras un niño jugueteaba revolcándose con un perro enorme. César y Fernando se preguntaron entre ellos si alguno vio a Antonio salir, pero ninguno de los dos lo vio en toda la tarde.

Teo volvió a entrar a su vivienda y agarró el teléfono. Marcó a la casa de uno de los mejores amigos de su hijo. El aparato sonó muchas veces sin conseguir que alguien lo levantara del otro lado. Nadie estaba en casa de Felipe.

A él no le había agradado que su hijo soñara con esa casa. Su propio padre, quien por un tiempo trabajó para ellos, le había contado historias sobre esa nefasta familia y las cosas pavorosas que ocurrieron allí. El mismo Teo había tenido pesadillas cuando le había narrado aquellos cuentos.

César Alberti, un poderoso gánster, había huido de Nueva York. Su esposa Aída había muerto en un atentado contra él, lo que ocasionó una guerra de la que los Alberti tuvieron que escapar a la isla. Se estableció con su familia en Santo Domingo en 1956. El don trajo consigo una buena fortuna desde Estados Unidos. Con ella compró a los Trujillo el terreno en la Av. Independencia, donde construyó su lujoso hogar. Fruto de su unión con Aída, César tenía una pareja de gemelos de doce años: Malena y Lucio.

Malena era una niña de espíritu alegre y bello rostro, delgada con un pelo lustroso que caía por su espalda como una cascada negra. Sus ojos eran vivaces. Todos la querían por su candidez, inteligencia, nobleza y amabilidad. Le gustaba el baile, el canto y tenía debilidad por los animales. Esa niña era la luz de los ojos de su padre. Lucio era una copia odiosa de su hermana. Taimado, aburrido, desaplicado y antipático. Siempre celoso de ella por ser a quien elegía la gente, y sobre todo, celoso por ser la favorita del don. César estaba orgulloso de su niña y consentía cada cosa que quisiera, mientras que Lucio era relegado a un segundo plano. El niño creció con rencor hacia su hermana Malena, y ese rencor creció más que cualquier bondad dentro de su corazón.

En 1962, los gemelos cumplieron la mayoría de edad y la familia bulló de alegría. Don Alberti lo festejó a lo grande al igual que cada cumpleaños. No reparaba en gastos e invitaba a las familias más ricas e influyentes de Santo Domingo.

En la noche la fiesta seguía animada cuando, por encima de la música, se escuchó el grito de terror de una sirvienta que salió histérica de la cocina. Todos corrieron a ver qué había sucedido que la mujer había gritado de esa manera. Al llegar allí el horror sorprendió a los presentes cuando vieron a Malena muerta, tendida en el piso con un cuchillo de cocina clavado en el estómago. La sangre empapaba el piso. Lucio estaba a su lado con las manos manchadas de rojo.

—Fue un accidente —dijo el muchacho con voz trémula.

El odio y la envidia que sentía hacia su hermana llevaron al muchacho a cometer una horrenda desgracia. Lucio había asesinado a su hermana, y con ello, le siguieron varias tragedias que acontecieron en esa casa donde el mal había decidido hacer su hogar.

Varios años después del asesinato de Malena, Don César, que había caído en la más profunda de las depresiones, amaneció muerto en la cama.

Con el tiempo, varios familiares que habían vivido en la propiedad también murieron, pero de forma extraña y violenta.

Los habitantes de la localidad contaban sobre los sonidos extraños que se escuchaban en la residencia. Algunos decían que los Alberti habían asesinado a Lucio por lo que había hecho a su hermana, y que su espíritu de asesino había regresado del más allá para vengarse de la familia.

Los empleados dejaban de trabajar allá y los familiares que vivían en otros lugares se negaban a ocupar la casa. La pusieron en venta, pero la propiedad nunca se vendió.




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