Solomon Price: Horror en la casa Alberti

9

 

 

Felipe se esforzó en correr lo más rápido que pudo, pero su pierna lastimada terminó disminuyendo su carrera. Pensó que Mario venía corriendo detrás de él cuando huyó despavorido. Al ver que su hermano no venía se lamentó por ese error. No comprendía qué había pasado con Antonio ni cómo podía realizar aquellas cosas. Su mejor amigo lo había atacado poseído por el espíritu de Lucio Alberti. Nunca había visto esa expresión en la cara de Antonio, tampoco esa fuerza. Felipe lo recordó horrorizado trepando  por las paredes como una malévola araña humana. Era igual que en las películas de exorcismos. No lo podía creer. Miró que la claridad del día casi había desaparecido por completo. El atardecer había llegado y pronto se quedaría solo en la oscuridad. Sintió aumentar su miedo y un escalofrío intenso le recorrió el cuerpo.

Entró en el comedor de la casa. Una enorme mesa dominaba esa habitación. Felipe se acercó y vio los cadáveres momificados sentados en las sillas. Se asustó e intentó salir corriendo cuando chocó con una figura oscura. Desde el suelo sucio y pegajoso miró aquella sombra sobre él. Un hombre acercó una mano huesuda como la mano de la muerte. Felipe se asustó y gritó de pánico.

—No voy a hacerte daño —le dijo el hombre con voz grave — ¿Qué estás haciendo aquí? No deberías estar en este lugar.

Felipe, muy asustado, tomó la mano de aquel extraño. Miraba tanto al desconocido como a los cadáveres disecados que estaban colocados en el comedor.

—¿Son muertos de verdad? —preguntó, esperando una respuesta negativa y que todo fuera producto de su imaginación.

—Sí —asintió el viejo —hora quiero que te marches y no vuelvas a esta propiedad.

—Pero Mario, mi hermano, él quedó atrás con Antonio… pero Antonio ya no es él mismo… trepa por las paredes y…

Trató de explicarse, pero el viejo interrumpió su nerviosa explicación con el gesto frío de la mano. Felipe se fijó en el bulto extraño y como lo llevaba contra el pecho. El viejo se percató que veía su bolso y lo apretó contra sí mismo.

—Vete de aquí ahora que puedes, muchacho. Puede que logre hacer algo por tu hermano, pero por lo que has intentado decir sobre el otro... para él ya es tarde. Está poseído por una entidad que no debería existir en este mundo.

El viejo se acercó al comedor con los cuatro cadáveres resecos, postrados como olvidados reyes de historias antiguas. Los miró fijamente y sintió una honda pena en su corazón. Se desembarazó del bolso colocándolo sobre el comedor y sacó de su interior un libro antiguo. Abrió el volumen sobre la mesa y Felipe, que no pensaba en marcharse de allí solo, sintió una extraña sensación cuando aquellas hojas fueron abiertas, como si la habitación hubiera quedado más oscura.

El viejo buscó dentro del libro y levantó varias páginas sueltas aprovechando la poca luz. Organizó una al lado de la otra sobre el comedor. Carraspeó aclarándose la garganta y recitó un pasaje en una lengua extraña que Felipe nunca volvería a escuchar en su vida.

Mientras recitaba en aquel lenguaje desconocido, rociaba sobre los cadáveres un polvo verde que brillaba en la oscuridad.

Felipe no veía el rostro del anciano que le daba la espalda, pero escuchaba su voz que sonaba profunda, de ultratumba por su garganta desgastada por los años. Cuando el cántico cesó, los cadáveres chillaron espantosamente regresando a la vida mientras sus resecos cuerpos tremolaban en sus sillas. Trataron de atacar al anciano que los estaban destruyendo mientras dormían, pero ya no podían hacer nada para detener el efecto del conjuro y el polvo verde.

El niño se paralizó de terror y el viejo siguió inmutable frente al comedor. Ambos oyeron una cacofonía horrorosa y observaron la piel agrietada de los muertos desmoronándose sobre sus asientos, como si sus cuerpos fueran de ceniza pura.

—¿Qué sucedió con los cadáveres?

El anciano, a quién sólo se le veía la mata de pelo blanco que coronaba su cabeza y la respiración honda en los hombros, se volvió mirando a Felipe con desaprobación porque el muchacho seguía allí y no se marchó como le indicó.

Felipe vio su rostro acabado y comprendió que recitar aquellas palabras le había costado mucha energía. En eso escuchó un grito de furia y desesperación que reverberó por todas las estancias de aquella devastada casa. Felipe sintió que le saltaba el corazón fuera del pecho.




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