Solomon Price: Horror en la casa Alberti

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El municipio de Santo Domingo había clausurado esos terrenos y los padres de la localidad prohibieron a sus hijos entrar en el sitio. Se decía que quien irrumpía en el hogar de Lucio Alberti no salía vivo de allí.

Esa tarde de verano del 2005, Felipe había aceptado el desafío de Julián, Michael y Samuel. No había hecho caso a las advertencias suplicantes de María, que asustada trató de detener a su amigo, pero él le quería demostrar a los demás miembros de la pandilla que no era un líder cobarde, que tenía las agallas suficientes para entrar en la casa maldita y volver con una prenda de Lucio como prueba de valor.

Michael, que era un niño corpulento, le ayudó a trepar hacia el otro lado. Sin su ayuda Felipe no hubiera podido subir por aquella muralla.

—Y recuerda bien, tienes que traer algo que demuestre que estuviste en la casa y no te quedaste holgazaneando en los jardines —lo presionó Julián.

—Ya verás lo fácil que me resulta —respondió Felipe con mucha seguridad, ocultando las verdaderas inquietudes que sentía brotando en su interior.

Felipe descendió bruscamente y se agazapó emocionado y asustado a la vez por la irrupción. Nunca había estado en el terreno de los Alberti. Allí estaba todo dañado y abandonado, pero no era tan tétrico como lo había imaginado por años. Caminó cauteloso por el arruinado camino que permitía la llegada de vehículos, y unos metros más adelante, lo encontró bloqueado por dos carros viejos y una camioneta hechos chatarra con las piezas esparcidas por todos lados. La propiedad era grande, su jardín frontal muy amplio al igual que el patio. En medio estaba la casa de dos pisos desvencijada y carcomida. Miró a su derecha, hacia lo que quedaba del jardín y vio a la distancia, entre los matorrales y desechos, un árbol añejo y oscuro alzándose desahuciado bajo el sol de aquel verano. Algo le llamó la atención en el árbol. Alguien se balanceaba en un columpio montado en una de las ramas.

—¿Será una broma de la pandilla? —se preguntó extrañado por el parecido que esa persona tenía con Antonio, quien no pudo salir de su casa porque supuestamente había enfermado.

Felipe imaginó a sus secuaces planeando aquella jugarreta para darle un susto de muerte en el jardín de la casa maldita.

—Y pensar que el alboroto de Julián contra mí liderazgo había parecido una vil traición. Ya veo por donde vienen los tiros. —pensó mientras sentía como se iluminaba ese conocimiento en su cabeza. No había entendido porqué Julián quería tomar el control de la pandilla si él era el más arretao de todo el grupo, y para que no cupieran dudas lo demostraría entrando a la casa prohibida. Pero ya el temerario líder había comprendido que todo era parte de una treta, una broma veraniega que le habían preparado sus íntimos.

Fue hacia el árbol donde Antonio se columpiaba, adentrándose en el jardín estropeado por la mala hierba que había crecido en grandes dimensiones. Una lluvia de mimes se aplastó molestamente contra su cara y trató de despacharlas a manotazos, pero varias de esas mosquitas se pegaron a los labios y prácticamente las tuvo que escupir. El muchacho se abría paso entre la hierba que le causaba comezón en cualquier parte de piel desnuda que rozara la vegetación. Por el camino se podían apreciar varios charcos de agua sucia, criaderos de mosquitos y enfermedades que le hicieron recordar la vez que a su primo Marino lo picó el mosquito del dengue y murió a los pocos días. Casi ensimismado en el recuerdo de su primo fallecido, no se percató a tiempo del pozo de fango maloliente que había frente a él, y entró un pie en ese lodo negro y podrido. Se enojó mucho al ver como se ensució su Converse favorito en aquella pestilencia. Pronto se desquitaría con Antonio a lo grande. Imaginó la cara de espanto que iba a poner cuando se invirtieran los papeles y fuera él quien lo sorprenda donde se mecía a unos cuantos metros. Sonrió malicioso. Prácticamente comenzaba a arrastrarse por el suelo entre la maleza para que no fuera a descubrirlo. Se arañó un par de veces en los brazos y unas hormigas habían hecho un guiso con él más atrás. Sintió escozor y picazón por todo el cuerpo descubriendo una especie de alergia o reacción en su codo derecho. Creyó que después de todo no valía la pena sufrir tanto para asustar a Antonio en respuesta a lo que tenían planeado hacerle a él. El clima del verano no hacía las cosas más placenteras, pero las pocas ramas del árbol oscuro le dieron sombra cuando se acercó.

Felipe le daba crédito por la valentía que demostraba al estar allí. No podía deducir cómo lo habían convencido para que tenga esa participación, pues Antonio nunca había demostrado ser tan valiente para entrar sin una buena motivación. La casa Alberti era temida por los extraños sucesos que habían ocurrido años atrás. Se contaba que todos morían a manos de alguien que se volvía loco, poseído por el espíritu de Lucio. Al principio morían los miembros de la familia, pero luego, cosas terribles le sucedían a todo aquel que llegara a esa casa, ya fuera familiar o no. Con el pasar de los años, poco a poco la historia de esa gente se fue diluyendo de la memoria colectiva del barrio, tiempo después de que la casa fuese abandonada.




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