Solomon Price: Horror en la casa Alberti

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Cuando Mario vio de lejos a Felipe, su hermano menor, corrió por la avenida Independencia para evitar que el niño entrara en ese lugar abandonado, pero el muchacho ya había saltado al otro lado.

—¿Qué inventan? ¡Muchachos del carajo! —Interrogó Mario a modo de regaño a los niños que, esperando el retorno de Felipe, se exaltaron con la repentina llegada del hermano mayor de su líder—. Ustedes saben que no pueden jugar ahí. ¿Para qué diablo entró mi hermanito en esa casa? —preguntó recuperando el aire que había perdido por la carrera.

—Tranquilo, viejo —le dijo Julián, un carajito de trece años que ya se creía hombre porque le salieron pelos en las axilas primero que a los demás niños de la pandilla—. Respira hondo que a tu hermano no le pasará nada. Verás, nosotros lo desafiamos a entrar en la casa prohibida para que demuestre que sigue siendo digno de ser el jefe, porque últimamente se está volviendo cobarde tu hermanito.

Julián extralimitándose, había sujetado a Mario por los hombros intentando hablarle en tono pacificador. El hermano de Felipe se quedó mirándolo para ver hasta dónde llegaba el confianzudo.

—No tienes de qué preocuparte. ¿Te cuento algo entre nosotros? Los muchachos y yo sabemos que Felipe es un pendejo que está escondido haciendo tiempo detrás de esas planchas de metal, queriendo hacernos creer que está dentro de la casa maldita. Lo más seguro es que nos traiga sus propios calzoncillos cagados del miedo que le dio, y nos quiera vender que son del esqueleto de Lucio Alberti.

Todos rieron del comentario de Julián, menos Mario, que se liberó del niño con su brazo izquierdo y con la derecha, le dio un pescozón en el huevo del oído. Julián reculó tropezando con Samuel que estaba detrás de él oyendo la conversación, dándole tremendo pisotón con su Dr. Martens en el tobillo.

—¡Ay, coño! ¡Me rompiste una pata! —se quejó Samuel de dolor, dando vueltas en círculo cojeando de un pie.

María y Michael se desarmaron de la risa ante la cómica situación. Julián no. 

—¿Por qué tú me das? —chilló desafiante, sobándose la cabeza para aliviar el ramalazo.

Mario, seis años mayor, lo miró con cara de Wolverine amedrentándolo. Julián acobardado después de ver aquella expresión de rabia, se encogió allí mismo asombrado y dolorido.

—Cuando eras el jefe eras mucho más valiente que Felipe y defendías el barrio de los idiotas de Ciudad Nueva, San Carlos y de todos los que venían de otros barrios a molestar.

—¡No me digas! —le dijo sarcástico.

—Mario, tú sí sabías hacer las cosas —siguió Julián ignorando el sarcasmo—. Felipe es líder porque le heredaste la posición luego que todos dejaran la pandilla por la muerte del hermano de Michael, y nosotros tomamos la oportunidad de ser la nueva generación. Pero Felipe no es como tú, no te da ni por los tobillos. Él no puede seguir siendo el líder.

—¿Y quién propondrías que fuera el nuevo cabecilla, tú? Anda Julián, no me jodas con esas estupideces que tengo cosas más importantes que hacer con mi vida que estar bregando con los disparates de ustedes.

Julián bajó la mirada al suelo tratando de organizar sus argumentos, pero no dijo nada.

Mario vio los rostros de los muchachos tratando de ver en ellos algo de lo que él y sus amigos tuvieron a esa edad, pero no vio nada similar. No estaban hechos para ser pandilleros.

—Oigan, chicos. Cuando dejamos esas cosas no lo hicimos precisamente por la muerte de José —les dijo mirando a Michael con el rostro más relajado—. Cuando tu hermano murió ya estábamos albergando la idea de disolver el grupo.

Julián, Michael y María se acercaron atentos a lo que decía mientras Samuel se sobaba el tobillo que le habían maltratado.

—Entiendan que la pandilla sólo nos trajo problemas. Pasaban los años y ya no éramos tan niños que digamos. Estábamos creciendo, nos comenzaron a gustar las chicas y descubrimos cosas más importantes que jugar a los “defensores” del barrio. Aun así continuamos con lo mismo, y el más valiente de todos, mi mejor amigo, pagó el precio por nosotros seguir de necios en eso.

Michael, al escuchar aquello último sobre su hermano, tomó una pose solemne y orgullosa. Los demás muchachos se dieron cuenta. Samuel y María le palmearon la espalda también orgullosos. Julián arrugó la boca en una mueca desdeñosa.




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