Solstice: Antes de él.

2-. Una cadencia que atraviesa su piel

"Solo un cuervo atrapado en su propio vuelo sombrío"

Antes de él:

Salvador.

Cada paso que doy en los pasillos del Palacio de Justicia resuena con una cadencia metódica, impasible. Afuera, la tarde agoniza bajo un cielo encapotado, y el frío de invierno se filtra entre las fisuras del gran edificio de mármol. No debería estar aquí a esta hora. Debería estar en mi oficina, trabajando en un caso de verdadera importancia.

Pasaron diecisiete años desde aquella audiencia. Diecisiete años desde que dejé de ser un niño.

El apellido Ladezma dejó de ser un peso y se convirtió en un escudo. Me abrieron puertas, me temieron, me respetaron. Aprendí a moverme entre los salones de justicia como si hubieran sido diseñados para mí. Hijo de un fiscal. Heredero de su legado.

Sobre el escritorio yace la orden de desalojo. Un documento frío y lapidario, la manifestación tangible de una institución que no concede indulgencias. La Academia de Danza Sun of the Soul ha acumulado suficientes infracciones como para justificar su clausura definitiva. Un sitio en ruinas, administrado por incompetentes, incapaz de sostenerse más allá de su propia decadencia.

Lo correcto sería enviar a un oficial a entregar el documento, pero esta vez, mi padre ha decidido que seré yo quien lleve a cabo la notificación. No es una solicitud. Es un castigo.

Cruzo los dedos sobre la superficie pulida del escritorio. La reprimenda aún resuena en mi memoria.

—Has deshonrado tu deber, Salvador. Un abogado no está para impartir justicia, sino para defenderla.

El tono de mi padre fue sereno, pero en su mirada anidaba la decepción. Ante sus palabras lo unico que puedo hacer es cuestionar su moral en silencio.

No repliqué. No intenté explicar que no podía torcer la verdad a conveniencia, que era incapaz de ofrecer clemencia a un hombre cuya vileza se reflejaba en cada testimonio en su contra. El acusado había abusado de un omega indefenso, y en lugar de buscar lagunas en la ley para beneficiarlo, recomendé una pena de veinte años. Una condena excesiva, dijeron algunos. Yo lo llamé justicia.

Mi padre lo llamó incompetencia.

—Si no puedes ejercer como abogado, difícilmente podrás ser fiscal. —no alzó la voz. Nunca lo hace. Su decepción no se expresa en palabras, sino en decisiones. Como esta.

Y por ello, me ha enviado a esto. Un encargo insignificante, casi humillante. Entregar la orden de embargo en persona, como si fuese un simple mensajero.

Tomo el documento y lo doblo con precisión antes de guardarlo en el interior de mi abrigo.

No importa. Esto no es más que otro trámite, otra mancha que se desvanecerá con el tiempo. La academia es solo un eslabón más en la cadena de instituciones fallidas que tarde o temprano sucumben ante la ley.

El aire es gélido cuando salgo del Palacio de Justicia. La luz del día se ha atenuado, atrapada entre los edificios altos que vigilan la ciudad con una solemnidad imponente. Enciendo un cigarro, más por costumbre que por necesidad.

Un automóvil negro espera frente a las escalinatas. El conductor me saluda con una inclinación de cabeza mientras me acomodo en el asiento trasero.

—¿A dónde, joven Ladezma?

Exhalo una bocanada de humo y observo el sobre dentro de mi abrigo.

—Academia Sun of the Soul.

El auto se pone en marcha.

...

El vehículo se detiene en una calle angosta, el pavimento cuarteado por el desgaste del tiempo. La academia no tiene el aspecto de un centro prestigioso de formación artística. La pintura de la fachada está descascarada, las ventanas tienen carteles pegados a medias, y el letrero con el nombre del lugar parpadea intermitentemente.

No tardo en notar los pequeños detalles que justifican su clausura: el mal estado de la estructura, la falta de medidas de seguridad, la absoluta indiferencia por las normas administrativas. Esto no es más que otro caso de negligencia y mala gestión.

No debería importarme.

Aún así, cuando bajo del auto y avanzo hacia la entrada, hay algo… Una sensación difícil de definir, un vago malestar que se instala en mi pecho.

Empujo la puerta. Cede con un rechinido metálico.

El interior es más cálido de lo que esperaba. Hay ruido. Voces dispersas. Música filtrándose desde alguna sala.

Nadie parece notar mi presencia al principio. Hay jóvenes conversando en los pasillos, otros revisan sus teléfonos o ajustan vendajes en sus tobillos. Algunos ríen. Otros están sumidos en concentrada espera.

No es el escenario de decadencia que había imaginado.

Camino por el pasillo con pasos firmes, ignorando las miradas fugaces que algunos me dedican. Llego hasta la recepción y dejo caer el sobre el escritorio con un golpe seco.

—Soy Salvador Ladezma. Traigo una notificación oficial.

La encargada me escanea con la mirada, supongo que suponiendo al instante que no he venido para ninguna de sus clases.

—Espere aquí —me dice la recepcionista, sin molestarse en ocultar su fastidio.

El sonido de la música, la mezcla de risas y murmullos, la humedad en las paredes… Todo en este lugar me resulta irritante.

Y aquí estoy, en un pasillo estrecho con un olor a madera envejecida y resina barata. Espero a un tal “encargado”, quien al parecer tiene cosas más importantes que atender el cierre de su propio establecimiento.

La academia es más grande de lo que imaginé. No es solo un viejo edificio en decadencia, sino un laberinto de pasillos y salas improvisadas. Alguien ha intentado disfrazar su abandono con espejos pulidos y cortinas vaporosas, pero las grietas en los muros y el suelo traicionan cualquier intento de elegancia.



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Editado: 22.02.2025

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