Antes de él:
“Cuando la estrella sintió la presencia del cuervo en la noche, supo que algo oscuro se cernía sobre su mundo.”
Raphael Sinclair
No recuerdo la última vez que alguien me llamó por mi nombre.
Quizás fue en la pequeña hacienda donde viví cuando era niño, antes de huir. Hace tiempo que dejé de necesitarlo. Hace tiempo que dejé de quererlo. Ahora solo soy otro rostro en la multitud, alguien que anhela pasar desapercibido, sin embargo...
—Raphael.
Escucho mi nombre desde afuera del salón de práctica, pero no le doy importancia. El señor Smit, dueño de la academia, ama alardear sobre el talento de su mejor alumno, y a mí no me incomoda. Pero, ¿por qué tiene que pronunciar mi nombre? Todos los artistas tienen un sobrenombre. El mío es Ángel, o al menos así quiero que sea. Smith insiste en que es el público quien lo elige. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que sea lo suficientemente famoso como para imponerlo? ¿Y si un punk decide robárselo? ¿Puedo registrar el nombre como si fuera una marca? ¿Costará mucho? Si se lo menciono a Smith, seguro lo ignorará o, peor aún, pondrá como condición que participe en uno de los concursos del próximo mes representando la academia... lo que sería una completa pérdida de tiempo.
Pero ni siquiera eso interrumpe mi entrenamiento. Puedo practicar por horas, aunque nunca es suficiente. Nada lo es, y este cuerpo tampoco ayuda. Cuando mis extremidades tiemblan y palpitan, cuando mi corazón late frenético, sé que aún no he alcanzado mi límite. El sudor sigue cayendo, sigo moviéndome de lado en lado, acaricio mi cuerpo, me lleno de vida, giro y vuelvo al mismo lugar, elevo mis piernas, doblo el torso. Salto.
Y entonces el impacto me traiciona.
Mi talón no soporta el peso y caigo de rodillas. Mi pecho sube y baja con violencia, mis pulmones exigen descanso. Permanezco en el suelo unos segundos, mirando el techo con la mente en blanco. Al final, sigo siendo débil.
Un movimiento me devuelve a la realidad. Smith hojea unos papeles, el ceño fruncido. Algo lo inquieta. Estoy a punto de decirle que estoy bien, que aunque mis piernas dejen de funcionar por el entrenamiento, seguiré respirando.
Pero sé que no se trata de mí.
Entonces lo veo.
Un hombre de traje, imponente, con hombros anchos y postura rígida, un rostro de pocos amigos. No es de aquí, eso salta a la vista. Su presencia tiene algo familiar. ¿Dónde he visto un carácter como ese?
Intento seguir con mi entrenamiento, pero sé que no podré concentrarme. Con un suspiro molesto, salgo de la sala justo cuando el hombre de traje decide marcharse. Me paro frente a Smith, quien suspira una y otra vez, visiblemente perturbado. Entonces noto el brillo en sus ojos. Cuando la primera lágrima cae sobre el papel que sostiene, siento que algo dentro de mí se enciende.
Le arrebato la hoja y una tinta roja me golpea la vista.
"¡NOTIFICACIÓN DE EMBARGO!"
Mis ojos se abren de sorpresa mientras siento mi mundo derrumbarse. Sin pensarlo, dejo escapar un grito lleno de frustración. El pasillo pronto es ocupado por miradas curiosas, pronto muestran la misma preocupación que yo, mis compañeros…
El señor Smith sigue en silencio, con los hombros encorvados y la mirada clavada en el suelo. Nunca lo había visto así. Siempre fue un hombre orgulloso, de esos que inflan el pecho, incluso cuando todo se desmorona. Pero ahora parece derrotado.
—¿Desde cuándo lo sabías? —mi voz sale baja, con un filo que no planeaba.
Smith parpadea, pero no me responde.
Miro la notificación otra vez. La tinta roja parece burlarse de mí. Me arde la garganta. La academia es lo único que he tenido. Es lo único que me queda. Si la pierdo, no sé a dónde ir.
Doy un paso atrás y me vuelvo hacia la puerta.
—Voy a arreglar esto —mascullo, sin mirarlo.
No sé cómo. No sé qué carajo voy a hacer. Pero algo en mi interior arde con una determinación rabiosa.
La imagen del hombre trajeado vuelve a mi mente. Su postura rígida, su porte, su manera de huir en cuanto lo miré. No era un cobrador cualquiera.
Me asegurará de que esta academia no caiga.
Después de todo, Smit apenas puede explicármelo. Solo sé que la academia tiene una orden de cierre en su contra, emitida por el Estado. No hay mucho que podamos hacer, o al menos eso es lo que él cree. Pero yo no pienso dejar que esto termine así.
Tomo la notificación y reviso cada línea con atención. Múltiples faltas citadas: normas de seguridad incumplidas, permisos vencidos, irregularidades en la contabilidad. Todo parece en regla, pero hay algo que no encaja. Demasiadas inspecciones en los últimos meses, demasiadas sanciones acumuladas sin previo aviso. Como si alguien hubiera estado esperando el momento justo para hundirnos.
Smith se hunde en su silla, la mirada perdida. Murmura que no puede perder la academia, que si no encuentra una solución en menos de un mes, todo estará acabado. Intento calmarlo, pero la verdad es que yo tampoco sé qué hacer. Solo sé que no voy a quedarme de brazos cruzados.
Empiezo a investigar. Sigo rastros, reviso documentos, escucho rumores.
La mala junta de la que Smith tanto se queja resulta ser útil. Cerca de los barrios que rodean la academia encuentro algunas respuestas. Un hombre, con el cigarrillo colgándole de los labios, suelta la información entre bocanadas de humo.
—Sí… es lo que hacen esas ratas. Desalojan, compran a precios ridículos, remodelan y luego venden a cifras imposibles. Este barrio está agonizando… las calles ya no son las mismas.
¿Ratas? Miro a mi alrededor. En realidad, el barrio parece haber mejorado desde que llegué. Hay más negocios, más movimiento, incluso abrieron un par de tiendas de comida rápida. Pero la renta ha subido.