"Como un cuervo sobre los huesos de un destino agonizante, él sabía cuándo era el momento de acercarse y tomar lo que quedaba."
11:30 PM
Salvador Ladezma:
La música parpadea a través del hotel Cherry en una sinfonía de luces y sonidos amortiguados. Desde donde estoy, puedo ver a Maximilian Velasco abrirse paso entre la multitud con la facilidad de un hombre que camina sobre suelo propio. Se desliza entre figuras envueltas en joyas y trajes de diseñador con la misma familiaridad con la que un granjero inspecciona su campo.
Cuando finalmente me encuentra, extiende los brazos con una sonrisa afilada.
—Mi pequeño sobrino, ¿estás listo para aprender?
El apodo se remonta a nuestro primer encuentro en los tribunales de Marshall. Desde entonces, ha insistido en llamarme así. Antes de que pueda responder, gira hacia su público con la seguridad de un orador experimentado.
—Él es Silbador Ladezma —anuncia con seguridad.
Salvador, pero no lo interrumpo. Continúa hablando como si fuera dueño de la conversación, de mi nombre y de la atención de los presentes.
—Hijo del fiscal Jesse Ladezma.
La mención del apellido es suficiente para que algunos rostros se giren con interés. Maximilian lo sabe y lo disfruta.
Me aparto ligeramente de él, manteniendo la compostura.
—Estoy emocionado por lo que me ha preparado, señor Velasco.
La sonrisa en su rostro apenas se altera, pero sus ojos oscuros, aquellos que solo yo puedo ver de cerca, se pliegan en sombras.
—Llámame tío, mocoso.
Lo dice en un murmullo bajo, íntimo, asegurándose de que solo yo lo escuche. Su tono no admite réplica.
Una mujer se asoma a la conversación con curiosidad evidente. Me analiza con detalle antes de esbozar una sonrisa.
—¿Ladezma? Oh, he visto a tu padre en las revistas. Veo que heredaste el color de sus ojos.
No podría estar más equivocada.
—No —interrumpe un hombre de inmediato—. Isaac Marshall es el alfa de ojos miel. Salvador es hijo del otro, Jesse Ladezma, el que se casó dejando atrás a su esposa —expresa claramente en un tono de desprecio. Solo memorizo su rostro. Cabello negro, cejas gruesas y piel pálida.
El murmullo que sigue se siente más como un juicio que como una simple observación. Puedo sentir cómo la sangre se agolpa en mis venas, punzante.
—Mi padre es Jesse Ladezma —respondo con neutralidad—, actualmente Fiscal del tribunal Marshall y Isaac Marshall es su marido.
—¡Claro! No te reconocí porque en ese entonces tu cabello era castaño —la señorita interrumpe con un deje amable— Hubo un gran revuelo por esas noticias —y su tono cambia— Recuerdo que sentí tanta pena por tu madre, pero era una niña, quizá estaba equivocada.
El comentario se clava en mis pensamientos como una aguja fina, imperceptible a simple vista, pero imposible de ignorar. Mi primer instinto es irme, desaparecer entre la multitud antes de que la conversación avance a lugares donde no quiero llegar. Pero entonces, Maximilian coloca una mano sobre mi cabello y la desliza lentamente hasta mi hombro.
—Bien, la función ha terminado. Este joven tiene que ir a saludar a los demás allegados —anuncia con su sonrisa ensayada de anfitrión.
Sin embargo, en su mirada hay algo más. Un mensaje soterrado, una advertencia velada. Esta fue solo una prueba.
Camina a mi lado sin soltarme del hombro, guiándome entre las habitaciones del hotel, donde la opulencia y el poder flotan en el aire como un perfume denso. A su lado, me siento más un espectador que un participante.
—No te pareces en nada a tu madre.
Las palabras me detienen en seco.
Mi madre.
Un fantasma en mi vida. Un nombre que rara vez es pronunciado y que, cuando lo es, deja tras de sí una estela de silencio incómodo. Ahora que él la menciona, la necesidad de preguntar me quema en la lengua. Maximilian es el único que se atreve a hablar de ella.
—Ella… —intento decir, pero mi voz vacila.
Él ni siquiera me deja terminar.
—Ella habría abofeteado a cualquiera que te hablara de esa forma.
Da un paso adelante y, por un instante, pienso que ahí termina la conversación. Pero se detiene. No me mira, solo deja caer la siguiente frase con una precisión quirúrgica.
—Pero nunca habría defendido a tu padre como lo acabas de hacer.
La declaración me deja sin aire.
Maximilian se aleja con la misma calma de siempre, dejándome con la incómoda sensación de que acaba de abrir una puerta dentro de mí, una que no sé si quiero cruzar.
…
Lo supe desde el principio. Desde la primera vez que pisé el Hotel Cherry, algo en el aire me advirtió que nada en este lugar era normal.
Ahora lo confirmo con mis propios ojos.
Esto es una aberración.
Y, sin embargo, ¿por qué estoy tan duro?
—Escoge a uno. Cualquiera —la voz de Maximilian suena casual, como si estuviera pidiéndome que elija un aperitivo en un menú. Está sentado cómodamente, una pierna cruzada sobre la otra, con la tranquilidad de quien ha visto esto cientos de veces.
—No voy a…
—¿Estás seguro de eso? —me interrumpe, su tono se endurece apenas lo necesario—. No rechaces tu naturaleza, Salvador.
Es una orden disfrazada de consejo.
Frente a mí, la ceremonia de calor se desarrolla en todo su esplendor. Oculta en los sótanos del Hotel Cherry, este espectáculo no está abierto para cualquiera. Solo unos pocos tienen acceso, y lo que ocurre aquí no es algo que pueda describirse con palabras convencionales. No es un simple acto de placer, es un ritual, un homenaje a la fertilidad llevado a su máxima expresión.
Y como todo lo que gira en torno al sexo, la ceremonia de calor termina en sexo.