Me acuesto junto a Marie en el suelo. La ventana abierta deja que las cortinas corridas dancen al compás de una brisa suave, que se cuela como un susurro en la penumbra. Mis ojos se pierden en el lienzo infinito del cielo, donde las estrellas titilan, distantes, y perfectas.
Las envidio.
Están allí, suspendidas en su eternidad, rodeadas de planetas errantes y cometas que cruzan el cosmos como flechas fugaces. Seguirán brillando mucho después de que mi corazón deje de latir, de que mi existencia se disuelva como ceniza en el viento. Pero, ¿se sentirán solas? ¿Acaso una estrella, rodeada de tantas otras, puede temblar de soledad en la vastedad del universo?
Cuando la tristeza o el desconcierto me apretaban el pecho, me dejaba caer en el suelo para mirar el cielo nocturno. Las estrellas, eternas y silenciosas, habían sido mis compañeras dede niña, testigos de mis horas más solitarias. A pesar de los años, algunas cosas no cambian: el cielo seguía siendo mi refugio, donde mis pensamientos encontraban eco.
Marie, en cambio, no buscaba consuelo en la soledad —su vida estaba llena de risas, voces y rostros que la rodeaban—. Pero cuando la incertidumbre la atrapaba, cuando no sabía qué camino tomar, o cuando su corazón estaba roto en millonésimas mitades, ella también se rendía al suelo.
Acostarse bajo el cielo, con el piso frío contra la espalda y las estrellas como faros distantes, tenía un poder: ordenaba el caos de su mente, cosía los fragmentos de su alma rota, como si el universo mismo le susurrara las piezas de un rompecabezas que aún no entendía.
Un sollozo de Marie corta mis pensamientos. Su corazón atrapado en un torbellino de tormentos la envuelven como sombras. De pronto, su mano agarra mi brazo, sus ojos abiertos brillando de par en par, luchando contra las lágrimas que caen sin remedio.
—¿Volveré a ser feliz alguna vez? —susurró, su voz era un hilo frágil a punto de romperse, cargada del peso de un amor perdido.
Su pregunta resuena en mi alma, fácil y difícil de responder a la vez. Cuando un gran amor se pierde, el mundo parece desmoronarse, como si la felicidad nunca fuera a regresar.
La miro con ternura, buscando las palabras que puedan sostenerla.
—Lo serás, Marie —le dije suavemente—. No será fácil al principio, pero lo conseguirás. Este dolor será solo una mancha en el libro de tu vida.
Ella suelta una risa amarga, las lágrimas vuelven a desbordarse mientras replica con rabia contenida:
—Para ti es fácil decirlo. Tienes un esposo que te ama con locura, que daría su vida por ti. Eres la última persona que podría entenderme ahora.
Sus palabras me hieren, pero también despiertan en mí molestia y desconcierto. Me apoyé en un codo, girándome hacia ella mientras yace con los ojos cerrados y las lágrimas trazando ríos por sus mejillas.
—Marie —dije con firmeza—, yo, más que nadie, entiendo tu dolor, porque lo viví de la forma más cruel. Que no lo sepas no significa que no ocurrió.
—No mientas para consolarme —murmuró, rota.
—Escúchame —insistí, con una ternura que no oculta mi determinación—. No lo sabes todo de mí, pero te lo contaré. No para aliviar tu pena, sino para que sepas que, por más oscuro que sea el abismo, no es el fin. Un día, tu luz brillará de nuevo, más resplandeciente cuanto más negra sea la noche.
Sus ojos se abren, un guiño de interés asomándose entre su dolor. Se vuelve hacia mí.
—Cuéntame —me urge, entre desafiante y expectante.
Me recuesto de nuevo, mis ojos buscan las estrellas, su luz lejana un espejo de mis recuerdos. Dejo que las palabras fluyan.
—Es una historia larga, Marie —advertí—. Si voy a contártela, lo haré con cada detalle, tal como ocurrió. No espero que cure tus heridas, pero entenderás que el amor, aun cuando te quiebra, jamás perderá su encanto.
Comienzo a relatar una parte de mi vida, una etapa donde amé con una inocencia que no sabía que llevaba dentro, con una intensidad que quemaba. Quiero que Marie sepa que su felicidad está en sus propias manos, no en las de alguien que no supo sostenerla.