Soltar El Cielo

Capítulo 2: "No soy el hombre que imaginas"

Vivía entonces en un minidepartamento en un rincón olvidado de Londres, compartiendo el espacio con Jane, mi compañera de estudios en Literatura Inglesa. Como era huérfana, Amarie Smith, la madre supervisora del orfanato que me crio, había removido cielo y tierra para conseguirnos una beca a Charles —mi hermano del orfanato— y a mí que nos permitiera estudiar. Con eso, y mi trabajo de medio tiempo como mesera en un restaurante mexicano, apenas llegaba a fin de mes.

El restaurante, con su caos de aromas a cilantro, chile y maíz tostado, era un refugio donde el bullicio ahogaba mis fantasmas. Pero en casa, la realidad era más cruda: dos habitaciones estrechas, una cocina que se diluía con la salita y un baño tan pequeño que rozabas las paredes al moverte.

Jane no recibió a Luna con los brazos abiertos.

—No me gustan los gatos —sentenció, frunciendo el ceño—. Este lugar es demasiado pequeño para encima traer mascotas.

—¿Qué tanto espacio puede ocupar una gatita diminuta? —repliqué con ironía, abrazando a Luna contra mi pecho—. Con o sin tu aprobación, Luna se queda —añadí.

Jane resopló.

—Que no entre en mi cuarto y mantén todo limpio. No quiero salir cubierta de pelos.

Le saqué la lengua, apretando a Luna contra mi rostro, su pelaje suave como un susurro contra mi piel. Era cierto que el departamento era un rompecabezas de espacio, pero algo en mí sabía que no sería para siempre. Y ahora, con Luna, el aire había cambiado, al menos para mí. No sabía que la necesitaba hasta que llegó. Ella, con su fragilidad y su duelo, llenaba un hueco que no había nombrado, una soledad que se deshacía con cada maullido, con cada mirada. Por primera vez, cuidar de alguien me hacía sentir que mi existencia importaba, que era esencial, no por lo que tenía o dejaba de tener, sino por el simple acto de estar ahí. Nunca había sabido lo que era ser el puerto seguro de alguien, ser necesaria con todas mis grietas y mis pequeños tesoros. Luna, con su cuerpecito blanco salpicado de noche y oro, era la prueba de que incluso en la oscuridad podía brillar una chispa.

Esa primera semana, Luna apenas existía fuera de su letargo. Dormía enroscada en un rincón, despertaba para comer con desgana y volvía a hundirse en un silencio que pesaba como niebla. No sé si los gatos lloran como nosotros, pero en sus ojos, había una tristeza que me atravesaba el pecho. Tal vez extrañaba a su hermano, o tal vez, como yo, cargaba un vacío sin nombre, un hueco que se tragaba la luz. Pero un día observándola con todo esto en mi cabeza, un pensamiento se alojó en mi mente, y es que existía la posibilidad de que un día sanaríamos.

No obstante, Luna, mi amada Luna sanó primero que yo cuando menos lo esperé.

Hansel cumplió su palabra en todo lo referente a Luna, llegó a mi puerta con un saco de croquetas balanceándose en su hombro, un cuenco doble para la comida y el agua, un arenero y una casita de un naranja vibrante con detalles negros. Trajo también juguetes: ratoncitos de felpa y una varita con plumas. Todo aquello era más que un gesto; era una declaración, aunque no entendía de qué.

Hansel se sentó en el sillón desvencijado de nuestra salita, sus manos elegantes fuera de lugar en este rincón raído de la ciudad. Con una mezcla de seriedad y humor, dijo:

—Me parece que he de considerarme el godfather de Luna. —Frunció el ceño, pensativo—. Pero estaba pensando… como yo la vi primero, ¿podríamos compartir su cuidado? ¿O sería, quizá, una propuesta demasiado osada?

Solté una carcajada, incapaz de contenerme, y reí aún más al ver su expresión, genuinamente preocupada, como si la idea de quedar fuera de la vida de Luna lo inquietara de verdad.

—¿Tan ridículo me veo queriendo ser parte de esta gatita? —preguntó, con una sonrisa torcida que suavizaba los ángulos de su rostro.

—No, me parece… tierno —admití, midiendo mis palabras, sintiendo un calor traicionero subir a mis mejillas—. Pero tienes razón. Podríamos compartirla. Yo le doy un techo, digamos un 20%, y tú estás cubriendo el 80% con todo esto. Técnicamente, sería más tuya que mía.

—Formulado así, suena más bien injusto —murmuró, con un brillo juguetón en los ojos—. Prefiero limitarme a ser solo su godfather.

—Como quieras —reí, y el sonido llenó el aire, ligero, casi extraño en este espacio que solía guardar mis silencios.

Pero entonces, un pensamiento se coló en mi mente, frío y afilado. Había algo en Hansel, en su forma de aferrarse a Luna, de llenarla de cuidados, que iba más allá de la generosidad. Era como si buscara un refugio, un paréntesis para escapar de algo que lo ataba con cadenas invisibles. Aquel día, cuando Luna nos unió, no fue solo un encuentro fortuito. Para él, era una huida. Adoptar a una gatita, para otros, podría ser un gesto simple, un capítulo que se cierra y sigue. Pero para Hansel, no lo era. Y, aunque no lo pareciera, quizás él y yo compartíamos más de lo que imaginaba: una necesidad de encontrar sentido en lo pequeño, en lo que nos hacía sentir vivos.

—¿Tú trabajas? —pregunté de pronto, las palabras escapando sin permiso, impulsadas por una curiosidad que no entendía.

Me miró, y por un instante, el aire se detuvo. Si la pregunta hubiera sido al revés, yo habría respondido sin dudar: mesera en un restaurante mexicano, medio tiempo. Pero él se tomó su tiempo, su mirada vagando como si buscara las palabras en un rincón oscuro de su alma. Por un momento, temí haber tocado algo prohibido.

—No… no ejerzo una profesión, en el sentido estricto —dijo, titubeante—. Soy un aristócrata. Un duque, para ser preciso.

Mis ojos se abrieron como platos, el mundo inclinándose bajo mis pies. ¿Un duque? ¿Qué hacía alguien de la realeza en mi minúsculo departamento, sentado en un sillón que crujía? El calor volvió a mis mejillas, un rubor que delataba mi desconcierto.

—¿Te sorprende, supongo? —preguntó, su voz lacónica, casi divertida, aunque sus ojos permanecían vigilantes.



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En el texto hay: luna, romance, drama

Editado: 22.06.2025

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