Solteras y atrevidas

4. La montaña

Salomé trató de dormir un poco, pero su hermana estaba tan entusiasmada por el viaje próximo que, revoloteó por toda la casa, dejando en evidencia lo mucho que le sobreexcitaba ir a un hotel y disfrutar de sus vacaciones en un lugar tan elegante como lo era la cadena Salad. 

Usó aquello como excusa cuando se metió a la ducha y trató de culpar a sus hermanas menores por todo el bullicio que causaban, el que, según ella, le imposibilitaba dormir, pero, lo que verdaderamente le quitaba sueño, era pensar en él, ese perverso viejo millonario que tanto la había hecho enojar y en ese encuentro absurdo en el que ella se había dejado en evidencia como la más babosa de todas. 

—Pero, que vergüenza, Salomé. ¿Cómo pudiste ser tan pendeja? Y más encima, Alex te pilló, con las nalgas en la masa —murmuró con los ojos cerrados, sintiendo como el agua caliente le quitaba la pesadez que la cerveza había dejado en ella—. Ayyy… —suspiró—. Quien sabe qué cosas cochinas debe pensar de mí ahora —especuló sintiéndose terriblemente culpable.

La verdad era que, Salomé siempre se atrevía a dar el primer paso cuando de hombres se trataba y nunca se había arrepentido de ello.

Hasta ese momento. 

Esa audaz destreza la había aprendido después de algunos romances que habían terminado en absoluto fracaso, romances fugaces en los que había esperado pacientemente y como toda doncella a que fuera el hombre el que diera el primer paso, pero, el hombre jamás se había atrevido a nada y ella había terminado vestida, en la puerta de su casa y con las ganas de probar el fruto prohibido que tanta adhesión le causaba.

Cerró el agua caliente tras aclararse el cabello y cogió una de sus toallas.

—¿Y cuándo me ha importado lo que los otros piensen de mí? —se preguntó a sí misma y limpió el espejo nubloso por el vapor para luego mirarse a los ojos.

No pudo sostenerse la mirada a sí misma ni por dos segundos. Le daba rabia pensar en lo que había ocurrido hacía más de un mes y de lo mucho que se arrepentía. 

»Un mes, Salomé; un estúpido mes —se reclamó a sí misma mientras se envolvió en su batín de algodón—. Un maldito mes, ¡ya olvídate de eso, por Dios! Y no se calienta la comida si no te la vas a comer —se reprochó rabiosa. 

—¿Qué comida? —preguntó Pía, invadiendo su privacidad. 

Salomé pegó un grito cuando vio a su hermana entrar en su cuarto de baño como si nada. La jovencita agarró esos cepillos con los que todas sus hermanas se arreglaban el cabello y se puso de pie en frente de un largo espejo que todas solían usar para empezar a cepillarse. 

A veces, a Salomé le cansaba esa poca privacidad de la que gozaba. Ansiaba independizarse, pero le tenía mucho miedo a la soledad. 

—¿Tienes que hacerlo ahora? Me quiero vestir y… —Salomé trató de sacar a su hermana de su cuarto de baño.

La verdad era que, anhelaba estar sola para tratar de aclararse un poco. Su mente era un caos y, empezaba a necesitar de sus hermanas mayores para conseguir un poco de consejo. 

Pía se rio.

—Todas tenemos lo mismo y del mismo color —refutó la jovencita y le miró divertida—. ¿O tú tienes algo diferente? —preguntó con grandes ojos y se acercó a ella con intriga. 

—Tengo pezones con sabor a cerveza, por eso dicen que enloquezco a los hombres —bromeó Salomé y se deshizo del batín que cubría su desnudez.

Pía se quedó boquiabierta en cuanto vio a su atractiva hermana mayor totalmente desnuda.

Salomé agarró un tarro con crema humectante y se roció entera, untándose la crema incluso en zonas que Pía jamás se imaginó. Tras eso, se bañó en perfume dulce y se preparó para su larga rutina de cabello.

Mientras Salomé cuidaba de su cuerpo con dedicación, Pía seguía de pie ante ella, admirando cada detalle precioso de su naturalidad, la desenvoltura con la que se meneaba y lo mucho que parecía amar cada curva de su cuerpo.

—¿A qué edad te crecieron? —preguntó Pía y miró la linda forma de los senos de su hermana.

Salomé se rio.

La pobre era tan delgada que, lo único más curvo de su cuerpo, era su cabello.

—Ni lo recuerdo —mintió Salomé. No quería que se frustrara por los evidentes cambios que todas mostraban, menos ella—. Cuando dejes de anhelarlos tanto, te crecerán, ya verás —la alentó y se vistió con su ropa interior.

Pía se desinfló y siguió arreglándose su cabello en frente del espejo, mientras que Salomé buscó la tarjeta que Domink les había enviado a todas como obsequios.

Tomó la tarjeta con el pulso tembloroso, pero se forzó a fingir seguridad, puesto que podía sentir la mirada intensa de su hermana clavada en su espalda. 

Aunque la mujer siempre sabía bien qué hacer, en ese segundo, la cabeza se le hizo un gran lio y se tuvo que escapar hasta la cocina para poder jadear de lo anhelante que estaba.

Se sostuvo del mesón y se sintió tan mareada que, su preocupada madre se acercó para atenderla.

—¿Estás bien, mija? —le preguntó y la miró con el ceño apretado. Salomé podía sentir las mejillas rojas y el corazón latiéndole fuerte en los oídos—. No has dormido nada. ¿Por qué no intentas descansar un poco? Ya estás de vacaciones y…



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En el texto hay: amor y odio, diferencia de edad, viudo

Editado: 28.10.2022

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