Fue inevitable encontrarse con su mirada. Oscura, como la de ella, pero con una profundidad que la hizo entrever la verdad.
La pobre respiró fuerte y tembló del miedo cuando el resto del su cuerpo fue consciente de lo que estaba experimentando. Sus manos en sus muslos, su pecho moviéndose al mismo ritmo que el de ella y su aliento tibio rozándole la boca.
Existía una sincronización tan perfecta entre sus cuerpos que, esa fue la primera vez en la que la morena que se descubrió asustada y con las emociones tan revueltas que, no fue capaz de coordinar para decir algo coherente.
Por supuesto que culpó a la profundidad del agua y su falta de experiencia para el nado, pero, en el fondo, Salomé sabía que se trataba de algo más, algo que se negaba a ver, mucho menos a aceptar.
—Te gustan los encuentros escandalosos, ¿no? —susurró él a escasos centímetros de su boca y con gusto delineó sus labios con su aliento.
Desde su baja posición la admiraba con grandes ojos. Estaba seguro de que no había tenido a una mujer tan joven tan cerca y, si bien, a veces le retraían sus diferencias en edades, no podía seguir ignorando esos sentimientos tan afanosos que se avivaban cuando pensaba en ella.
Salomé se sintió indignada por tal atrevimiento del empresario y luchó para separarse de él, aun cuando sabía que corría el riesgo de hundirse hasta el fondo de la piscina y morir ahogada.
Pero, era eso o perder su dignidad entre los brazos del hombre que tanto decía detestar.
—Quíteme las manos de encima —le ordenó ella con fuerza.
El hombre se sorprendió por esa forma tan ruda de hablarle, pero mantuvo esa calma que a la muchacha le ponía los pelos de punta.
—¿Está segura? —insistió Domink. Salomé siguió forcejeando con él, hundida hasta el cuello y desesperada por terminar con ese roce de cuerpos que le estaba haciendo mal—. Puedo ofrecerle mi camisa, si no es mucho el atrevimiento y acompañarla hasta la orilla o una zona segura —explicó con recato.
—No, no, no —repitió ella ofendida y apresurada miró a todos lados con urgencia. Había muchos pares de ojos encima de ellos—. ¡Me rehúso!, me rehúso totalmente. ¿Qué cree ahora?¿Qué acaso lo necesito? No, claro que no, yo puedo salir sola de aquí y…
—Pero no puede salir desnuda —le interrumpió él cuando la percibió alterada y la cara se le empezó a poner roja.
Salomé solo sintió que eso lo empeoraba todo.
«¡¿Cómo se atrevía?!» Gritó para sus adentros, ofendidísima.
Domink no tuvo que decir más nada. Con un gesto le explicó lo que estaba pasando y Salomé ahogó un grito cuando descubrió que, la parte superior de su bañador había quedado destruida por la caída y el absurdo forcejeó en el que se habían visto envueltos.
La tela destrozada le colgaba por el cuello.
—No, no puede ser, no puede ser… —sollozó desconsolada y se agarró a sus chicas con las manos, angustiada por lo que estaba atravesando—. No puede estar pasándome esto, no aquí, justo ahora —suspiró angustiada y trató de hundirse más para que nadie la viera desnuda, pero era el cuerpo del hombre el que la mantenía a flote.
—Déjeme ayudarla —susurró él y con una mano le acarició las trenzas.
Podía ser muy dulce cuando se lo proponía.
Ella le esquivó con brusquedad, como si su toque la quemara.
—¿Qué está haciendo? —preguntó horrorizada en cuanto sintió su caricia.
Domink asimiló su reacción como a la de una gatita callejera, herida y con miedo.
—Solo intento ayudarla —pronunció él y le miró con tristeza.
«¿A qué le tenía tanto miedo?» Se preguntó Domink, conforme la detalló completa.
Ella suspiró afligida.
—No abuse, ¿quiere? —respondió a la defensiva y con la mirada oculta—. No soy lo que usted cree… yo… —susurró con tristeza.
—Yo no he dicho nada —respondió él y con suavidad la orilló por la piscina.
La ayudó a sostenerse del borde de la piscina y con prisa se desabotonó la camisa negra que vestía, para cubrirla a ella y que nadie pudiera ver su cuerpo, no más allá de lo que ella quería mostrar.
Salomé tuvo que tragarse su orgullo y permitirle a él y a sus masculinas manos que la vistieran.
Esa fue la primera vez que un hombre la vistió.
Estaba más acostumbrada a que le quitaran la ropa y, mientras el hombre deslizaba sus manos por su espalada, buscando acomodarle la camisa negra, la mujer se atiborró de escalofríos y empezó a entender que, no era odio lo que sentía por él, sino, algo más.
Algo que no podía entender.
Mientras se confrontaba a sí misma y a sus sentimientos tan confusos, Domink tomó sus trenzas, las que estaban atrapadas entre su cuerpo y la camisa, y las liberó, para luego acomodarlas sobre sus hombros.
También le quitó el bañador roto que tenía atrapado en el cuello y lo envolvió entre sus dedos con tranquilidad. Pensaba entregárselo, pero ella no le dio tiempo de nada.