Entonces, Señor Cosquillas y yo doblamos en la esquina siguiente, donde se encontraba la Sex Shop de Plumas de Pájaro brillando en medio de la aterradora noche sin estrellas, con sus estrepitosas luces de neón alumbrando su aparador, donde tres chicas de piel peluda y piernas largas modelaban extraños atuendos sensuales. La adrenalina era parte de nosotros, casi como lo era la sangre azul que corría por nuestros cuerpos. Sentíamos el miedo correr mucho más rápido de lo que nuestras piernas podían hacerlo.
Cosquillas me miró con sus enormes ojos amarillos contrastando con su piel azul pitufo, tomó mi mano con fuerza y me obligó a entrar al oscuro callejón con olor a chocolate quemado y café turco. Caminamos en silencio, esquivando los contenedores de basura apestosa a dulces, hasta que llegamos a la reja. Unos niños, iluminados por la tenue luz del faro, jugaban al otro lado; uno de ellos embadurnaba la baba de sus tentáculos en un muñeco de acción y lo lanzaba con furia hacia la pared de ladrillo. Otro con grandes cuernos aplastaba un juguetillo humanoide con un pie mientras gruñía fuertemente, su piel amarillenta se tornaba roja como la furia ante tal acto como si jugara a que destruía por sí mismo un vecindario.
No podía seguir viendo...con una mirada de complicidad obligada, acordamos saltar la reja. Tomamos vuelo y dimos un enorme salto, cuya caída fue tan lenta que era doloroso en las plantas de los pies, y podíamos sentir un jalón en la cadera, como si tuviésemos cientos de hilos atados a los huesos y estos fueran atraídos hacia el piso con una fuerza constante y suave.
Seguimos corriendo por la calle setenta y dos, dejando a los niños kraken atrás, escuchando sus gritos agudos a la distancia cuando ya íbamos por la cafetería fantasmagórica de Ponche de Frutas Agrias. Los comensales nos observaron a través del ventanal, confundidos y vacíos, desde el interior del lugar, mientras todos juntos, al mismo tiempo, levantaban sus tazas de porcelana a la boca y sorbían su bebida. Ese conjunto de ojos cristalinos cambió su punto de atención a la gran sombra que iba detrás de nosotros.
Nuestros corazones dieron un vuelco sincronizado.
No nos detuvimos. Nuestras piernas seguían en movimiento. Por nada del mundo nos detendríamos. Tampoco miramos atrás, no había necesidad de mirar atrás, nadie miraría atrás. Al final de la calle, alcanzamos a oír cerca de cincuenta piezas de cristal rompiéndose al unísono, después un revoloteo, como miles de mariposas de metal volando en un pequeño cuarto cerrado.
Los había alcanzado…
Escuché a Cosquillas jadear, apretó sus párpados fuertemente, así como mi mano. Quizá imaginaba la escena que habíamos dejado atrás. Necesitó un par de segundos para volver en sí. Tembloroso, Señor Cosquillas me arrastró hasta la entrada de la granja de Cien Almas, quien había desaparecido hace días cuando cayó el rayo del Milenio. Su respiración era agitada, pero no tanto como la mía. Con desesperación, llegamos a la puerta de madera roja del granero, forzamos la entrada, rompiendo el candado con la increíble fuerza de mi compañero, y entramos al lugar, intentando no pensar en el olor pestilente que nos rodeaba.
Los animales perecieron tiempo atrás, dejando únicamente sus cáscaras vacías y putrefactas para ser nunca descubiertas.
Cerré los ojos...
¿Cuánto llevábamos corriendo? ¿Horas, días, minutos, años, segundos, siglos?
Yo solo quería llorar, sentarme y llorar.
Tenía mucho miedo.
Ahora nos escondimos detrás de una paca de paja, agachándonos de cuclillas, esperando pacientemente a que pasara el peligro. Nuestros corazones latían fuertemente, en sincronía; se sentía el ardor del terror quemar nuestra espalda, como si nuestro instinto nos pidiera pegarnos a una pared, donde estaríamos seguros.
Cosquillas me abrazó, como una forma triste y melancólica de decir adiós. El nudo en mi garganta se apretó más. Él, al separarse de mí, me miró fijamente, acariciando con dulzura mi mejilla, recordándome todas las promesas cumplidas y las que se perderían a partir de esa noche. Algo en mi interior se hizo pedazos, el estómago se me encogió y los pulmones se me estrujaron. En sus ojos amarillos podía ver mi reflejo, y en los míos reflejados, podía verlo a él.
Dos seres de sangre azul como nuestra propia piel, dos seres convertidos en uno y quizá pronto seríamos nada.
De repente, las paredes del granero se cayeron como enormes bloques de jenga, dejándonos expuestos, totalmente al descubierto. La brisa del viento helado fue como la cereza morada del pastel de hígado.
Éramos un par de seres azules arrodillados ante la locura.
Sabíamos que ya no quedaba nadie en la ciudad.
Escuchamos sus gritos desesperados al encontrarse con el final, oímos sus lamentos y los vimos correr, siendo alcanzados como acto final.
Ahora estábamos solos.
Los últimos.
Cosquillas, yo y…
—¿Es él? —pregunté, cerrando los ojos para no ver lo que nos esperaba.
—Está aquí… —Señor Cosquillas respondió con un susurro, abrazándome una vez más, pegando nuestras sudadas pieles azuladas hasta que casi nos hacíamos uno, ahora ante la fría noche sin estrellas, en medio de las paredes caídas del granero de Cien Almas, atrás de las pacas de paja—. No abras los ojos, no veas.
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Editado: 07.11.2020