– La prueba del respeto
El sol de la mañana entraba por los ventanales de la cocina, iluminando las superficies pulidas y los utensilios de plata.
Selin había bajado temprano, como de costumbre, con la esperanza de aprender más sobre la mansión y mostrar su obediencia.
Pero hoy la rutina sería distinta.
—Selin, ven aquí —dijo Feride Hanım desde el comedor, su voz suave pero cargada de control—. Quiero que almuerces con los empleados hoy.
Selin parpadeó, confundida.
—Con… los empleados, señora?
Feride arqueó una ceja.
—Sí, querida. Será bueno que entiendas cómo trabaja cada uno en esta casa.
Selin no comprendía la intención detrás de las palabras. En Vahira, ayudar en la cocina era un gesto de respeto y humildad. No pensó que aquí pudiera ser una humillación.
—Claro, señora. —Sonrió y asintió—. Lo haré enseguida.
Cuando llegó a la cocina, el murmullo de los criados se detuvo. Algunos la miraban con curiosidad, otros con ligera sorpresa.
Ella no se inmutó.
Se sentó en la mesa pequeña, cortando pan y sirviendo agua, recordando lo que su madre siempre le enseñó: “Respeta a todos, sin importar su posición. La humildad es una fuerza.”
Mientras tanto, en la sala principal, Feride y Melda conversaban con las copas de té en la mano.
—¿Viste cómo aceptó sentarse allí sin protesta? —susurró Melda con una sonrisa cruel—. Toda inocente, creyendo que ayuda y respeto son suficiente.
—Sí —respondió Feride, acariciando su anillo—. Perfecta para recordarnos lo débil que puede ser una chica de pueblo en la capital.
Demir permanecía en silencio, sentado al extremo del comedor.
Observaba la escena a distancia, sus ojos grises fijos en Selin.
No dijo ni una palabra.
No negó la orden.
Pero tampoco se permitió mostrar aprobación.
Su silencio era una sombra más pesada que cualquier reproche.
Selin se movía entre ollas y platos, sirviendo sopas y cortando verduras, conversando con los criados con cortesía y una sonrisa tímida.
No comprendía por qué se sentía extrañamente cansada, ni por qué su corazón palpitaba con un dolor nuevo.
Para ella, solo estaba cumpliendo su deber, siendo respetuosa y obediente, tal como su padre le había enseñado.
Cuando la comida terminó, ayudó a limpiar cada mesa, a ordenar los utensilios y a llevar los restos a los contenedores.
Nadie le dijo nada, nadie la felicitó.
Solo las miradas severas de Feride y la sonrisa calculadora de Melda la recordaban que había sido puesta a prueba.
Esa noche, mientras se retiraba a su habitación, Selin dejó escapar un suspiro largo y silencioso.
Se sentó junto a la ventana, mirando los jardines y las fuentes, y por primera vez sintió que el peso del mundo de la mansión la aplastaba.
Lloró en silencio, sin ruidos, sin reclamar.
Creyó que nadie podía verla.
Pero, como siempre, había alguien observando.
Demir estaba en el balcón de su habitación contigua.
Había visto todo.
Su silencio no era indiferencia.
Era reconocimiento de la fortaleza silenciosa de Selin.
Y aunque él no lo admitiera, esa humildad y obediencia comenzaban a despertar algo que no esperaba en su corazón.