La ciudad estaba en llamas.
Desde el balcón de la mansión De Luca, Isabella observaba cómo sus enemigos caían, cómo sus territorios eran arrasados sin piedad. El aire estaba impregnado de humo y cenizas, un recordatorio cruel de su victoria... y su condena.
No había mostrado piedad. No había permitido rendiciones.
Había destruido todo... para proteger su corona.
—¿Estás... satisfecha...? —la voz de Adriano llegó suavemente desde detrás de ella. —¿Estás... satisfecha... con la destrucción... que has causado...?
Isabella no se giró. No desvió la mirada del caos que había desatado. —No. Pero no puedo... permitirme... sentir... nada.
Adriano se acercó lentamente, sus pasos ligeros mientras se detenía a su lado. —Entonces... ¿te has convertido... en un monstruo...?
Isabella sintió cómo su pecho se apretaba. —Sí... porque no puedo... permitirme... el lujo de ser... solo una mujer... rota.
Adriano apretó los labios, sus ojos oscuros llenos de dolor. —Entonces... ¿esto es... lo que somos...?
Isabella finalmente se giró, su mirada fría e implacable. —Sí. Somos... amor... odio... y destrucción... al mismo tiempo.
Adriano dejó escapar un suspiro tembloroso, sus hombros hundiéndose. —Entonces... ¿me odias...?
—Sí... porque te amo... y no sé... cómo dejar de hacerlo. —admitió Isabella, sus lágrimas cayendo.
Adriano cerró los ojos, su cuerpo temblando. —Entonces... ¿me amas... y me odias... al mismo tiempo...?
—Sí. —dijo Isabella, su voz temblando. —Porque tú... me rompiste... primero.
Adriano la miró fijamente, sus ojos oscuros llenos de emoción. —Entonces... estamos condenados... a destruirnos... juntos.
—Sí. —dijo Isabella, su mirada fría. —Porque no puedo... vivir sin ti... ni amarte... sin odiarte.
—Entonces... quédate... y ámame... aunque duela. —susurró Adriano, sus labios temblando.
Isabella sintió cómo sus lágrimas caían sin control. —No puedo... dejarte... aunque me rompas... una y otra vez.
Adriano la abrazó con fuerza, sus cuerpos temblando mientras compartían su amor roto... y su condena. Sabían que su relación estaba destinada a destruirlos mutuamente. Sabían que su amor estaba teñido de traición y odio.
Pero también sabían... que no podían vivir el uno sin el otro.
Porque su amor... era su maldición.
Días después, la ciudad comenzó a susurrar sobre la brutalidad de Isabella. La Reina de las Sombras había arrasado con sus enemigos, había destruido a todos los que se atrevían a desafiar su corona.
Nadie se atrevía a enfrentarse a ella. Nadie dudaba de su poder.
Pero también... nadie confiaba en su amor.
—¿Entonces... están conspirando... otra vez...? —preguntó Isabella, su voz baja mientras caminaba por el salón principal de la mansión.
Enzo asintió lentamente, su mirada intensa. —Sí. Los aliados de Moretti... están intentando reagruparse... están planeando... su próxima jugada.
—Entonces... vamos a destruirlos... antes de que ataquen. —dijo Isabella, su tono frío. —Vamos a arrasar... con sus sombras... y no dejaremos... nada.
Enzo hizo una reverencia, su lealtad inquebrantable. —A tus órdenes... Reina de las Sombras.
Isabella observó cómo Enzo se marchaba, su postura poderosa mientras ocultaba su dolor. Sabía que la guerra no había terminado, sabía que sus enemigos seguían conspirando en las sombras.
Y sabía... que no podía confiar... en nadie.
—Entonces... ¿es así... como vives...? —la voz de Adriano llegó suavemente desde la penumbra. —¿Es así... como gobiernas...?
Isabella se giró lentamente, sus ojos oscuros encontrándose con los de él. —Sí... porque no puedo... permitirme... el lujo de amar... sin odiar.
Adriano se acercó lentamente, su mirada llena de emoción. —Entonces... ¿sigues... odiándome...?
—Sí. —admitió Isabella, sus lágrimas cayendo. —Porque aún... te amo... incluso cuando me destruyes.
Adriano cerró los ojos, su cuerpo temblando. —Entonces... ¿cómo... podemos... sobrevivir...?
Isabella caminó lentamente hacia él, sus manos temblando mientras tocaba suavemente su rostro. —No lo sé... pero no puedo... vivir sin ti... aunque me rompas.
Adriano la miró fijamente, sus ojos llenos de amor y dolor. —Entonces... quédate... y rómpeme... al mismo tiempo.
—No puedo... hacer otra cosa. —susurró Isabella, sus lágrimas cayendo. —Porque estoy... condenada... a amarte... y odiarte... por siempre.
Adriano la besó suavemente, sus labios cálidos y desesperados. Isabella sintió cómo su corazón latía con fuerza, su cuerpo temblando mientras sus almas se entrelazaban en un abrazo roto y eterno.
Cuando se separaron, ambos jadeaban, sus ojos llenos de emoción. Adriano apoyó su frente contra la de ella, sus manos temblando. —Entonces... estamos destinados... a destruirnos.
—Sí. —dijo Isabella, su voz temblando. —Porque este amor... es nuestra maldición... y nuestra eternidad.
Se abrazaron con fuerza, sus cuerpos temblando mientras compartían su amor roto... y su condena. Sabían que sus cicatrices nunca desaparecerían, sabían que el dolor de su traición siempre los perseguiría.
Pero también sabían... que no podían vivir el uno sin el otro.
Porque su amor... era su corona... y su maldición.
Esa noche, Isabella se quedó despierta en su habitación, observando las sombras danzar en el techo. Sentía el peso de su corona, sentía el dolor de su amor roto.
Sabía que la guerra no había terminado. Sabía que sus enemigos seguían conspirando en las sombras.
Y sabía... que Adriano seguía siendo su mayor amenaza.
—Entonces... ¿vas a destruirme...? —la voz de Adriano resonó suavemente desde el umbral de la puerta.
Isabella no se giró. No desvió la mirada de las sombras que danzaban en el techo. —Sí... porque no puedo... confiar en ti... ni dejar de amarte.
Adriano caminó lentamente hacia ella, sus pasos ligeros mientras se detenía a su lado. —Entonces... ¿me amas... y me odias... al mismo tiempo...?