La noche había dejado su rastro en los pasillos de la mansión Ashcroft. El papel con las palabras de Lord Sebastian ardía en las manos de Isolde, no por su temperatura, sino por la intensidad de las emociones que despertaba en ella. No pudo dormir, y cuando el alba tiñó el cielo de tonos naranjas, aún estaba sentada frente al ventanal de su habitación, mirando el vasto jardín cubierto de rocío.
"Una mujer como usted nunca debería estar sola en la oscuridad."
Aquellas palabras resonaban en su mente como un eco persistente. Nadie, en todo Altshire, se atrevía a dirigirse a Isolde con esa mezcla de familiaridad y desafío. Nadie excepto Sebastian Blackthorn. Habían pasado años desde que cruzaron caminos por primera vez, años marcados por la tensión de lo no dicho. Él siempre parecía saber más de lo que decía, y ella había hecho todo lo posible por mantenerlo a raya. Pero siempre había algo en su mirada, en ese tono bajo de voz que lograba encontrar grietas en la armadura que había construido a su alrededor.
**El Mercado del Pueblo**
Ese día, Isolde decidió alejarse del aire sofocante de la mansión. Vestida con un sencillo vestido verde oscuro, ajustado en la cintura y con un abrigo de terciopelo a juego, caminó hacia el mercado del pueblo, un lugar lleno de vida y colores. A pesar de la sencillez de su atuendo, su porte y elegancia la hacían destacar entre la multitud. Los murmullos se extendían a su paso, mezclándose con el sonido de los carromatos y el bullicio de los comerciantes.
Isolde detuvo su andar frente a un puesto de flores. Un ramo de rosas blancas capturó su atención, pero antes de que pudiera alargar la mano, un hombre la tomó y se lo ofreció con una sonrisa.
—Si se pregunta qué significa este gesto, Lady Isolde, la respuesta es simple: no podía resistirme a la belleza que se merece esto —dijo una voz grave y conocida.
Isolde levantó la mirada y se encontró con los ojos grises de Sebastian Blackthorn. Él llevaba un atuendo más relajado que de costumbre, pero seguía siendo un cuadro de impecable elegancia. Había algo en su sonrisa, en cómo la ofrecía esas flores, que encendía todas las alarmas en el interior de Isolde.
—¿Ha seguido usted mi carruaje anoche, Lord Blackthorn? —preguntó Isolde, su tono frío, pero con un leve temblor que traicionaba su intranquilidad.
Sebastian inclinó ligeramente la cabeza, como si estuviera considerando cómo responder.
—Lo admito. La noche pasada no pude apartar los ojos de usted. Pero no vine aquí para justificarme, sino para ofrecerle algo más… sincero —dijo, extendiéndole el ramo una vez más.
Isolde permaneció inmóvil. Sabía que aceptar aquellas flores era aceptar algo más: el inicio de un juego peligroso.
—No soy una de sus conquistas, Lord Blackthorn. Le sugiero que busque en otro lado si lo que desea es entretenimiento —dijo, con dureza.
Sebastian sonrió, pero había algo oscuro en sus ojos.
—¿Conquistas? Oh, no, mi Lady. Usted nunca será una más. Pero tenga cuidado de pensar que soy tan sencillo como los hombres que intenta evitar. No siempre juego bajo las reglas.
Sin esperar respuesta, dejó las flores en el mostrador y se despidió con una ligera inclinación.
**El Encuentro en la Biblioteca**
Esa noche, Isolde intentó ignorar la sensación punzante que las palabras de Sebastian habían dejado en su corazón. Se refugió en la biblioteca de la mansión, rodeada de tomos antiguos, pero su lectura fue interrumpida por la llegada de su padre, el Conde Ashcroft.
—Isolde, mi querida. Espero que no me tomes por imprudente, pero he hablado con el Marqués de Greystone. Está interesado en conocerte formalmente —dijo su padre, con una sonrisa nerviosa.
Isolde cerró el libro que tenía en sus manos. El Marqués de Greystone era un hombre respetable, mucho mayor que ella, pero conocido por su fortuna y su influencia.
—¿Un matrimonio de conveniencia, padre? Pensé que habíamos superado esta conversación —respondió, intentando mantener la calma.
—Isolde, nuestra posición ya no es lo que era. Si no aceptas al Marqués, no sé cómo podremos mantener la mansión. Por favor, piensa en el futuro de nuestra familia —insistió el Conde, con súplica en su voz.
Isolde sintió que el peso de su linaje caía sobre sus hombros. A pesar de todo, no podía permitir que las decisiones de su padre dictaran su vida.
—Lo pensaré, padre. Pero no me pida que acepte de inmediato. Necesito tiempo —dijo finalmente.
Sin embargo, mientras las llamas del candelabro temblaban en la brisa nocturna, Isolde sabía que su tiempo estaba lejos de ser infinito. El Marqués representaba estabilidad, pero Sebastian Blackthorn representaba la libertad peligrosa que siempre había anhelado.
Y la libertad siempre había tenido un precio alto.