El sol de la mañana se colaba por las rendijas de las persianas, llenando el apartamento de Elena con una luz dorada y cálida. El estudio, lleno de colores y herramientas de vidrio, reflejaba su espíritu creativo y su dedicación al arte.
En medio de ese santuario, Elena se sentía segura y en paz, perdida en los matices de su última obra. Sin embargo, en ese día particular, una pequeña caja sobre su mesa de trabajo cambiaría la atmósfera de su refugio.
Elena encontró el primer regalo una mañana, una pequeña caja envuelta en papel dorado con un lazo rojo.
Dentro, una carta escrita con una caligrafía elegante que decía:
Para la musa que ilumina mis días.
La caja contenía un colgante de cristal, finamente tallado, que brillaba con una luz propia.
Elena sonrió, pensando que era un gesto de un admirador secreto. Su corazón se llenó de una cálida emoción, una mezcla de sorpresa y halago.
Los días pasaron, y los regalos continuaron llegando. Cada mañana, una nueva sorpresa la esperaba: flores frescas, delicadas figuras de cristal, e incluso poemas que alababan su belleza y talento. Las cartas eran siempre cuidadas, llenas de palabras dulces y promesas veladas.
Elena no podía evitar sentirse halagada y curiosa sobre la identidad de su admirador. Imaginaba a alguien observándola desde lejos, admirando su arte y su espíritu, pero demasiado tímido para presentarse.
Sin embargo, a medida que pasaban las semanas, los regalos y las cartas comenzaron a adquirir un tono diferente. Una mañana, Elena encontró una carta que, aunque escrita con la misma caligrafía elegante, tenía un tono más intenso:
Eres más que una musa, eres mi obsesión. Cada noche sueño con tu rostro, cada día anhelo tu presencia.
El sentimiento cálido que inicialmente había sentido se transformó en una ligera inquietud.
El siguiente regalo fue una figura de cristal, una réplica perfecta de Elena trabajando en su taller. Los detalles eran asombrosos, capturando cada aspecto de su figura y su entorno.
Pero lo que una vez habría sido un regalo encantador, ahora parecía invasivo. ¿Cómo podía alguien conocer tantos detalles íntimos de su vida diaria? El colgante de cristal que solía llevar, ahora sentía como una cadena que la ataba a un observador invisible. Las cartas continuaron llegando, cada una más intensa que la anterior.
No puedo soportar la distancia entre nosotros. Debes ser mía, y solo mía, decía una.
Elena empezó a notar pequeños detalles que le causaban escalofríos: una rosa negra con espinas afiladas, una figura de cristal rota a la mitad, como un símbolo de lo que podría suceder si rechazaba a su admirador.
Una tarde, Elena encontró un paquete más grande en la puerta de su estudio. Dentro, una pintura al óleo que mostraba su rostro, pero con una expresión de miedo y angustia. Las sombras en la pintura parecían cobrar vida, rodeándola con una sensación de amenaza.
En la esquina de la pintura, una pequeña nota: No puedes escapar de mí.
Elena empezó a sentirse vigilada. Cada vez que salía de su apartamento, sentía ojos invisibles siguiéndola. Los ruidos nocturnos, que antes ignoraba, ahora la mantenían despierta, su mente imaginando todas las posibles presencias en la oscuridad.
Las luces de la calle, antes reconfortantes, ahora parecían proyectar sombras siniestras en sus ventanas. Su hogar, su santuario, se convertía en una prisión de miedo e incertidumbre.
Elena intentó concentrarse en su trabajo, buscando refugio en el arte que siempre había sido su escape. Pero cada corte de vidrio, cada unión, estaba teñido por la inquietud.
Sus manos, antes firmes y precisas, ahora temblaban con una ansiedad creciente. La sensación de ser observada se hacía más intensa con cada día que pasaba.
Una noche, al regresar a su apartamento, encontró su puerta entreabierta. Entró con cautela, su corazón latiendo con fuerza en sus oídos. Todo parecía estar en su lugar, pero había una atmósfera de invasión, como si alguien hubiera estado allí, tocando sus cosas, respirando su aire. Sobre su mesa de trabajo, una nueva carta:
Estoy más cerca de lo que piensas.
La escalofriante sensación de peligro se intensificó. Elena comenzó a dudar de todos y de todo. Cada persona que se cruzaba en su camino parecía un potencial acechador. Cada sombra en la noche, un posible espía. La paranoia se instaló en su mente, convirtiendo cada momento de su día en una batalla contra el miedo.
Decidió hablar con sus amigos sobre lo que estaba sucediendo, buscando consuelo y quizás una solución. Pero incluso en sus reuniones, no podía sacudirse la sensación de ser observada.
Sus amigos, aunque comprensivos, no podían hacer desaparecer la sombra que se cernía sobre ella. Les mostraba las cartas y los regalos, pero la amenaza invisible seguía allí, entre las líneas de las cartas, en los reflejos del cristal.
Elena comenzó a evitar salir de su apartamento a menos que fuera absolutamente necesario. Sus obras de arte, una vez vibrantes y llenas de vida, ahora reflejaban su creciente miedo y ansiedad.
Las figuras de cristal se volvían más oscuras, sus bordes más afilados, como si ella estuviera tratando de exorcizar sus demonios a través de su arte.
Las noches eran las peores. El silencio, que antes le proporcionaba tranquilidad, ahora estaba cargado de susurros y ruidos inexplicables.
Se despertaba sudando frío, con la sensación de una presencia en la habitación. Cada crujido, cada sombra, alimentaba su paranoia. Su mente, antes un refugio creativo, se convertía en un laberinto de miedo.
Finalmente, un día encontró una carta que cambió todo.
Elena, no tienes que tener miedo. Solo quiero que sepas cuánto te amo. Estoy más cerca de lo que imaginas. Nos veremos pronto.