Sombras De Deseo

Sombras Del Amor Tóxico

La luna se alzaba alta en el cielo, bañando el palacio de Lucian con su luz pálida y etérea. Las sombras que proyectaban las torres y los jardines eran largas y siniestras, pareciendo extenderse como tentáculos que alcanzaban el corazón mismo del lugar. En su interior, la opulencia y el lujo no podían esconder la oscuridad que reinaba en los corazones de sus habitantes.

Elena, en su habitación adornada con los más finos muebles y tapices, se sentía atrapada en una jaula de oro. La cama, con su dosel de seda, se sentía como un nido de espinas, y las paredes, decoradas con obras de arte exquisitas, eran testigos mudos de su desesperación. Cada objeto en la habitación, por más hermoso que fuera, le recordaba la prisión en la que se encontraba.

Su alma, una vez llena de sueños y esperanzas, ahora estaba envuelta en un manto de tristeza y desesperanza. La presencia constante de Lucian, su control insidioso sobre cada aspecto de su vida, la asfixiaba. Cada día que pasaba, Elena sentía que perdía un poco más de sí misma, sus deseos y ambiciones desvaneciéndose bajo el peso de la dominación de Lucian.

En contraste, Lucian se sentía exultante. Su triunfo sobre Elena, su capacidad para controlarla y poseerla, llenaba su corazón de una oscura felicidad. Cada gesto, cada mirada de sumisión de Elena, era para él una victoria, una confirmación de su poder.

Lucian se deleitaba en su éxito, sintiéndose como un rey que había conquistado un reino. Para él, Elena no era solo una mujer, sino un trofeo, un reflejo de su habilidad para dominar y moldear a su antojo.

Lucian paseaba por los pasillos del palacio con una sonrisa de satisfacción en su rostro. Sentía que el mundo estaba a sus pies, que no había nada que no pudiera lograr. Su mirada, oscura y penetrante, irradiaba una mezcla de orgullo y posesividad. Cada vez que pensaba en Elena, en cómo había logrado someterla a su voluntad, su corazón latía con una emoción intensa y peligrosa.

Elena, sin embargo, sentía que cada latido de su corazón era una súplica de liberación. La desesperación se filtraba en cada rincón de su ser, como un veneno lento y corrosivo. Sus días se convertían en una repetición monótona de trabajo y vigilancia, donde cada momento de aparente libertad era una ilusión cuidadosamente controlada por Lucian.

En el taller que Lucian había preparado para ella, Elena se encontraba frente a una nueva obra de arte. El vidrio que moldeaba bajo sus manos temblorosas era un reflejo de su alma: hermoso y frágil, pero lleno de fisuras que amenazaban con romperse. Sus dedos, hábiles y delicados, trabajaban con una precisión casi mecánica, tratando de encontrar algún consuelo en la creación.

Lucian, siempre presente, observaba a Elena con una mirada que mezclaba admiración y posesividad. Para él, verla trabajar era un placer, una confirmación de su control absoluto. Sabía que cada obra que ella creaba, cada pieza de vidrio que moldeaba, era una manifestación de su poder sobre ella. La veía como una artista que él mismo había moldeado, su obra propia maestra.

— Elena — dijo Lucian, su voz suave pero cargada de autoridad — tu trabajo es maravilloso. Cada pieza que creas es una joya que refleja tu talento y belleza.

Elena asintió débilmente, sus ojos fijos en el vidrio que sostenía. Sentía las palabras de Lucian como un veneno dulce, un halago que venía con un precio demasiado alto. Cada elogio era una cadena más que la ataba a él, un recordatorio de que su libertad era una ilusión.

— Gracias, Lucian — murmuró, tratando de mantener la calma —Solo trato de hacer lo mejor que puedo.

Lucian se acercó a ella, su presencia imponente llenando el espacio. Tomó una de las piezas de vidrio y la observó detenidamente, su mirada llena de una intensidad peligrosa.

— Eres más que talentosa, Elena. Eres una inspiración. Y quiero que sepas que siempre estaré aquí para apoyarte y protegerte.

Elena sintió que el aire se volvía más denso, su respiración más pesada. La cercanía de Lucian era una carga que la asfixiaba, un peso que no podía quitarse de encima. Cada palabra suya era una declaración de control, una afirmación de que ella estaba bajo su dominio.

— Lucian — dijo finalmente, su voz temblorosa — necesito espacio. Necesito tiempo para pensar y para crear sin sentirme observada todo el tiempo.

Lucian la miró, su sonrisa desvaneciéndose ligeramente.

— Elena, todo lo que hago es por tu bien. No quiero verte sufrir ni sentirte insegura. Pero si necesitas espacio, te lo daré. Solo recuerda que siempre estaré aquí para ti.

Elena asintió, sintiendo una mezcla de alivio y desesperanza. Sabía que las palabras de Lucian eran solo eso: palabras. Su control sobre ella era absoluto, y cada gesto suyo estaba calculado para mantenerla bajo su dominio.

Los días siguientes fueron una lucha constante para Elena. Intentaba encontrar momentos de tranquilidad, de libertad, pero cada intento era frustrado por la presencia constante de Lucian.

Su desesperación crecía, cada respiración se sentía como un esfuerzo consciente. La sensación de asfixia era abrumadora, un manto de opresión que la envolvía sin descanso.

Lucian, por su parte, continuaba disfrutando de su triunfo. La felicidad que sentía al ver a Elena bajo su control era intoxicante. Se deleitaba en su poder, en su capacidad para moldear su vida y su voluntad. Cada sonrisa forzada, cada mirada de sumisión de Elena, era una confirmación de su éxito.

Una noche, mientras la luna llena bañaba el palacio con su luz plateada, Lucian decidió llevar su control un paso más allá. Entró en la habitación de Elena sin previo aviso, su presencia imponente llenando el espacio. Elena, sorprendida y asustada, se levantó de la cama, su corazón latiendo con fuerza.

— Lucian, ¿qué haces aquí? — preguntó, su voz llena de temor.

Lucian no respondió de inmediato. Se acercó a ella lentamente, su mirada fija en sus ojos.




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