Sombras De Deseo

Demonio Y Fantasma

La mansión, majestuosa y resplandeciente, ocultaba en sus entrañas una oscuridad insondable. Lucian, con su apariencia de un Adonis de mármol, escondía un corazón de demonio.

Hermosamente monstruoso, sus ojos brillaban con una ferocidad inhumana mientras descargaba su furia y frustración sobre Elena. Cada golpe, cada palabra venenosa, era un reflejo de la bestia salvaje que habitaba en su interior, una criatura devorada por la rabia y el deseo de control.

Elena, en contraste, se había convertido en un espectro, un fantasma que deambulaba por los opulentos corredores de la mansión. Sus movimientos eran lentos y vacilantes, como si cada paso fuera un eco de su sufrimiento.

Su piel, pálida y translúcida, parecía casi etérea bajo la luz mortecina que filtraban las ventanas con rejas. En los escasos momentos en que Lucian le permitía salir de su celda dorada, se movía por la casa como un alma en pena, sus ojos vacíos reflejando la desesperación de su existencia.

Las paredes de la mansión, testigos mudos de la violencia, vibraban con cada rugido de Lucian, cada grito sofocado de Elena. La habitación de la joven, un palacio de lujo transformado en una prisión, era el epicentro de su tormento.

Las decoraciones elegantes y los muebles de alta gama se convertían en un cruel recordatorio de su cautiverio. La ventana con rejas, una barrera entre ella y el mundo exterior, proyectaba sombras de desesperanza sobre el suelo.

Lucian, el demonio enmascarado, leía cada carta dirigida a Elena, controlando cada aspecto de su vida. No solo la aislaba físicamente, sino también emocional y mentalmente. Cada carta no leída, cada palabra de apoyo interceptada, era un ladrillo más en el muro que Lucian erigía a su alrededor.

Aislada de sus amigos, de su familia, Elena se sentía como una mariposa atrapada en un frasco, sus alas de cristal golpeando inútilmente contra las paredes invisibles de su prisión.

La violencia de Lucian no conocía límites. Su furia era un torbellino que arrasaba todo a su paso. Golpeaba a Elena con una crueldad que reflejaba su propia impotencia ante la amenaza de Ethan.

Cada golpe era una afirmación de su poder, una muestra de su dominio absoluto. Los gritos de Elena, cada vez más débiles, eran ecos de su resistencia menguante, un lamento silencioso en la oscuridad de la noche.

Elena, debilitada y rota, apenas podía mantenerse en pie. Su cuerpo, cubierto de moretones y cicatrices, era un mapa de su sufrimiento. Sus ojos, antes llenos de vida y esperanza, ahora eran pozos oscuros de desesperación. En los momentos en que podía escapar de la celda, vagaba por la mansión como un espectro, sus pasos resonando en los pasillos vacíos.

Una noche, la furia de Lucian alcanzó su apogeo. La luna llena proyectaba sombras largas y siniestras a través de las ventanas, creando un escenario de pesadilla.

Lucian, con los ojos llameando de rabia, irrumpió en la habitación de Elena. Sostenía un cinto en sus manos, el cuero negro reflejando la luz de la luna. Cada paso suyo era un estruendo de cólera, cada respiración un rugido de bestia salvaje.

Elena, temblando de miedo, intentó retroceder, pero no había escapatoria. Las paredes de su celda dorada parecían cerrarse sobre ella, atrapándola en un abrazo mortal. Lucian levantó el cinto, y el primer golpe resonó como un trueno en la habitación.

El dolor fue inmediato y agudo, una explosión de fuego que recorrió su cuerpo. Gritó, un sonido desgarrador que resonó en la mansión como un eco de su agonía.

Desesperada, Elena corrió hacia la puerta, sus piernas débiles apenas sosteniéndola. Atravesó el umbral y se lanzó por el pasillo, sus gritos llenando el aire.

Lucian la persiguió, su furia desbordada, el cinto golpeando las paredes con una violencia que sacudía los cimientos de la mansión. El sonido del cuero contra la piedra era un tamborileo siniestro, una sinfonía de terror que marcaba el paso de la bestia.

— ¡No puedes escapar de mí! — rugió Lucian, su voz una mezcla de odio y posesión — ¡Eres mía, Elena! ¡Siempre lo serás!

Elena corría, sus gritos y llantos resonando en los pasillos vacíos. Sus pies descalzos golpeaban el suelo de mármol, cada paso una lucha por sobrevivir. Las paredes, decoradas con arte y opulencia, se transformaban en un laberinto de sombras que intentaban atraparla. Las puertas cerradas, las ventanas con rejas, todo conspiraba para mantenerla prisionera.

Finalmente, Elena tropezó y cayó al suelo, su cuerpo temblando de dolor y miedo. Lucian la alcanzó, su figura imponente bloqueando la luz de la luna. Levantó el cinto una vez más, sus ojos llenos de una furia incontrolable.

— ¡Por favor, Lucian, detente! — suplicó Elena, sus lágrimas fluyendo sin control — ¡No puedo soportar más!

Pero el demonio no conocía la compasión. El cinto cayó una vez más, y el grito de Elena llenó la noche, un lamento que resonó en cada rincón de la mansión. Sus sollozos se mezclaban con el sonido de los golpes, creando una sinfonía de desesperación que parecía no tener fin.

En ese momento, la determinación de Elena se fortaleció. Sabía que debía encontrar una manera de escapar, que su vida dependía de ello. Cada golpe, cada palabra cruel, eran un recordatorio de la oscuridad que la rodeaba. Pero también eran una chispa de resistencia, una llama de esperanza que se negaba a extinguirse.

Mientras la luna continuaba su viaje por el cielo, Elena, herida pero no derrotada, planeaba su próximo movimiento. La batalla por su libertad aún no había terminado, y aunque la noche era oscura, sabía que el amanecer traería consigo una nueva oportunidad de luchar.

La lucha entre el demonio y el fantasma continuaría, una guerra de sombras y luz donde solo el tiempo revelaría al verdadero vencedor.
 




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