Las sombras de la noche envolvían la mansión de Ethan y Elena como una densa neblina, y en medio de esa oscuridad, el peso de la incertidumbre se hacía cada vez más insoportable para Ethan. Sabía que Lucian, como un lobo paciente, seguía acechando, siempre presente, siempre en las sombras, esperando el momento exacto para lanzar su ataque.
La justicia lo buscaba, pero Lucian era un maestro en el arte de evadir la ley, de desaparecer entre las grietas y resurgir en los lugares menos esperados, sembrando el caos a su alrededor.
Para Ethan, esa amenaza constante era un veneno silencioso que corría por sus venas. Cada rincón de la casa, cada puerta y ventana, cada calle desierta le recordaban que Lucian aún estaba allí, al acecho, observando.
Esta tensión, invisible pero punzante, se le iba incrustando en los huesos, robándole la paz en cada instante que pasaba. A veces, en las noches en las que el sueño lo eludía, Ethan caminaba de un lado a otro de la mansión, revisando cerraduras y asegurándose de que cada posible acceso estuviera bajo control, como si eso pudiera mantener alejada la amenaza que Lucian representaba.
Mientras Ethan se sumía en esta vigilancia constante, Elena enfrentaba su propio laberinto de confusión y desasosiego. La amnesia era una prisión invisible que envolvía su mente, impidiéndole encontrar la paz en las cosas que antes le brindaban alegría.
Vivía una vida que sentía ajena, rodeada de rostros que decían amarla, pero que ella no lograba identificar en sus recuerdos. Ser esposa y madre, roles que ahora se le imponían como deberes esenciales, se sentían como una carga que no sabía cómo llevar. La misma palabra “familia” era un concepto desdibujado en su mente, una imagen que su corazón no lograba abarcar.
Cada día era una lucha para ella, una batalla constante entre lo que se suponía que debía sentir y lo que realmente sentía: un vacío insondable, un abismo de recuerdos perdidos y emociones que no lograba ubicar.
Los momentos que pasaba con sus hijos eran agridulces; aunque sus caritas le transmitían una dulzura natural, en el fondo, ella sentía una culpa profunda por no recordar los primeros instantes de sus vidas, los abrazos y caricias de sus primeros días juntos. La amnesia había borrado esos recuerdos, robándole la posibilidad de revivir esas emociones en su mente.
Incluso el arte, su antiguo refugio, ahora era un enigma para ella. Su taller, antes un santuario de creación, se sentía extraño y ajeno. Los cristales, esas piezas de delicada belleza que había sabido tallar con destreza, ahora eran solo fragmentos inertes ante sus manos torpes y desconcertadas.
Se paraba frente a su banco de trabajo, observando los instrumentos que una vez manejó con confianza, pero no lograba recordar ni un solo movimiento. Era como si el arte, junto con todos sus recuerdos, hubiera sido arrancado de su esencia.
Elena se esforzaba en cada intento, intentaba conectar con aquella chispa de creatividad, pero la frustración y el agotamiento eran siempre los resultados.
A menudo, su cuerpo se desplomaba sobre el banco, sus dedos entrelazados sobre los cristales sin vida, y el peso del fracaso caía sobre ella como una sombra. En esos momentos, el silencio de su taller se volvía ensordecedor, una marea de desesperanza que la ahogaba y le recordaba cuán profunda era su pérdida.
Sin embargo, había un punto de luz en medio de su caos interno. En los brazos de Ethan, Elena encontraba un consuelo inesperado, una paz que parecía surgir de una conexión invisible.
Aunque no recordaba su vida juntos, ni las promesas que alguna vez se habían hecho, cuando él la abrazaba, sentía una seguridad que no lograba encontrar en ningún otro lugar. Era como si el amor de Ethan fuera la única constante en su vida quebrada, el único ancla que la mantenía conectada a una realidad que a menudo se le escapaba entre los dedos.
Por su parte, Ethan sabía que su amor era lo único que sostenía a Elena, y a pesar de la incertidumbre que sentía, se aferraba a esa responsabilidad. Cada caricia, cada palabra de aliento, eran para él actos de fe, una esperanza de que, algún día, su amor lograría vencer las barreras que el accidente había levantado.
La sostenía cuando la veía desfallecer, la abrazaba en los momentos en los que las sombras del olvido parecían rodearla. En esos instantes, Ethan encontraba fuerzas en su amor, en el deseo de devolverle a Elena el sentido de pertenencia que tanto necesitaba.
Mientras tanto, desde la seguridad de su refugio, Lucian observaba la mansión de sus enemigos con una sonrisa siniestra en el rostro. Las sombras de la noche parecían ser sus cómplices, envolviéndolo y camuflando su presencia en un silencio absoluto. Lucian era un cazador, y ellos, su presa.
Sabía que su amenaza latente era suficiente para mantener a Ethan en vilo, para recordarle que el control que creía tener sobre su vida y su amor era una ilusión frágil.
Su próximo paso ya estaba decidido, y lo había planeado con la misma frialdad que caracterizaba sus jugadas estratégicas. Sabía que no era necesario atacar de inmediato; el simple hecho de rondar en las sombras, de vigilar sin ser visto, ya era una forma de sembrar el miedo, de quebrar la paz que tanto habían buscado.
Lucian disfrutaba con cada mirada de temor que veía en Ethan, con cada gesto de incertidumbre en el rostro de Elena. Para él, su dolor era una obra de arte en constante desarrollo, y estaba decidido a terminarla a su manera, dejando que la tensión y el miedo crecieran hasta el punto de ruptura.
Esa noche, desde las sombras, Lucian contemplaba la mansión como un emperador oscuro, satisfecho con la red de miedo que había tejido a su alrededor. Sabía que los días de calma para Ethan y Elena estaban contados. La venganza era un juego que él dominaba, y esta vez, había lanzado sus piezas al tablero con la precisión de un maestro.