La mañana había comenzado con una calma extraña en la casa de Ethan y Elena, una calma que, sin saberlo, presagiaba el caos que estaba por venir. El sol apenas asomaba entre las cortinas, proyectando sombras tenues en la habitación donde los gemelos dormían.
Aquel lugar, normalmente lleno de paz y risas, parecía hoy un escenario vacío, como si algo inminente y desconocido estuviera a punto de romper esa serenidad.
Ethan se levantó temprano y se dirigió a la habitación de los niños, pero al abrir la puerta, un silencio inquietante lo recibió. Solo uno de los gemelos descansaba en la cuna. Su corazón se aceleró, y un frío desconocido lo invadió. Miró alrededor, buscando alguna señal, algo que le diera una explicación. Pero la respuesta era un vacío impenetrable.
—¡Elena! —gritó, la urgencia en su voz llenando la casa de un eco que parecía rasgar el aire.
Elena llegó, y al ver la cuna vacía, su rostro palideció. Aunque sus recuerdos seguían envueltos en una niebla densa, una sensación de pérdida se apoderó de ella, como si una parte vital de su ser hubiera sido arrancada de cuajo. Se llevó la mano al pecho, sintiendo un dolor sordo que la debilitaba, un vacío que no lograba comprender del todo pero que la envolvía con una tristeza devastadora.
Sobre la cuna, doblada con precisión, encontraron una nota escrita en una letra que reconocieron de inmediato. Lucian, siempre un paso adelante, había dejado un mensaje:
No se preocupen. Me aseguraré de que crezca fuerte, bajo la verdad que ustedes nunca quisieron mostrarle. Un día, cuando lo encuentren, él será el espejo del odio que ustedes mismos forjaron.
Las palabras parecían danzar frente a sus ojos como un veneno que lentamente se infiltraba en sus corazones. Para Ethan, cada palabra era una daga que penetraba más profundamente en su alma, un recordatorio de que Lucian no había desaparecido de sus vidas, sino que acechaba en las sombras, esperando el momento perfecto para destrozarlos.
Su rostro se tensó con una mezcla de furia y desesperación, y apretó los puños, sintiendo cómo su mundo se desmoronaba ante sus propios ojos.
Elena, por su parte, sentía que una parte esencial de su ser se había roto. Aquel niño, aunque su mente no lograra conectar con él del todo, era una extensión de su propia existencia, una promesa de futuro.
Sentía un vacío desgarrador, como si algo irremplazable le hubiera sido arrancado. Miró a Ethan, esperando encontrar respuestas, pero solo vio el mismo dolor que ardía en su interior reflejado en sus ojos.
—Ethan... —murmuró, su voz un susurro quebrado — ¿Cómo... cómo dejamos que sucediera esto?
Ethan la tomó entre sus brazos, deseando poder consolarla, aunque él mismo se sentía al borde del abismo. Sabía que no había palabras para calmar el dolor que ambos sentían. Lucian no solo les había arrebatado a su hijo; les había dejado una herida invisible, una cicatriz que no podría borrarse jamás.
Los días siguientes fueron una neblina de tristeza y desesperación. Elena, atrapada en su propia confusión, se sentía como una sombra de la persona que solía ser. La amnesia la había convertido en una extraña en su propia vida, y ahora, la pérdida de su hijo la hundía aún más en una oscuridad que le resultaba insoportable.
Sus manos temblaban al sostener cualquier cosa; los colores, las texturas, el mundo a su alrededor habían perdido toda su esencia. El taller, que alguna vez fue su santuario, ahora era solo un lugar vacío, incapaz de brindarle el refugio que necesitaba.
Cada noche, al quedarse sola en la penumbra, Elena sentía que el peso de su pérdida la aplastaba. Aunque su mente no pudiera recordar los momentos exactos, su corazón reconocía la ausencia, y esa ausencia era como un eco constante de todo lo que había perdido.
En el fondo de su ser, algo le decía que no sería capaz de soportarlo, que el dolor se había vuelto una cadena invisible que la mantenía atada a una existencia que ya no reconocía.
Ethan intentaba estar a su lado en todo momento, pero él mismo se encontraba al borde del agotamiento emocional. Cada mirada de dolor en los ojos de Elena, cada noche en la que la oía llorar en silencio, era un recordatorio de que no había podido protegerla ni a ella ni a su familia.
Sus propios recuerdos le pesaban como una carga insoportable, y aunque quería ser fuerte, sentía cómo la tristeza y la culpa lo envolvían con cada día que pasaba.
Una noche, mientras la casa dormía en un silencio inquietante, Ethan fue a buscar a Elena. Al no encontrarla en la habitación, recorrió los pasillos, la llamó, pero solo el eco de su voz respondió.
Finalmente, entró en su estudio, donde la encontró tendida en el suelo, sus manos frías, sus ojos cerrados, como si la paz que no había encontrado en la vigilia ahora la envolviera en aquel profundo sueño.
Ethan cayó de rodillas junto a ella, su voz atrapada en su garganta mientras el dolor lo atravesaba como un puñal. La sostuvo entre sus brazos, sintiendo el peso de su cuerpo, el frío de su piel, y en ese momento comprendió que había perdido a la mujer que tanto amaba.
La tristeza que los había rodeado, la desesperación y el vacío, habían sido demasiado para Elena. Su fragilidad había cedido, y él, impotente, solo podía abrazarla mientras su mundo se desmoronaba una vez más.
La mañana siguiente llegó sin compasión, trayendo consigo la realidad de la pérdida y el dolor. Ethan, rodeado por el eco de los recuerdos y las promesas que alguna vez compartieron, sentía que el peso de su propia existencia se volvía insoportable. Había perdido a su esposa, a la mujer que había sido su sol, su refugio, su razón de ser.
Y, en ese mismo día, había visto cómo Lucian les arrebataba a uno de sus hijos, una parte de su propio ser que ahora se encontraba en manos del hombre que lo había destruido.
El hogar que una vez había sido su fortaleza ahora era una ruina emocional, una casa llena de recuerdos que dolían más de lo que podían consolar. En su mente, las imágenes de Elena y su hijo perdido se mezclaban en una danza dolorosa, una mezcla de amor, desesperación y pérdida que lo dejaba desolado.