El amanecer llegó teñido de gris.
La niebla se arrastraba por las calles como un animal hambriento, borrando contornos y difuminando la realidad en un mar de sombras.
Aerin dejó la posada antes de que el sol asomara siquiera su rostro.
Envuelta en su capa, se deslizaba entre los callejones con el sigilo de un fantasma. Cada paso la alejaba más de la frágil seguridad que “El Cuervo Plateado” había ofrecido.
La marca en su brazo ardía como si intentara guiarla.
No era dolor, exactamente. Era una urgencia, un latido interno que la empujaba hacia un destino que no comprendía.
Pasó junto a un puesto abandonado, donde frutas podridas perfumaban el aire con su dulzura corrupta.
Más allá, un gato famélico la observaba desde una cornisa, los ojos como dos brasas encendidas en la penumbra.
Doblando una esquina, Aerin se encontró de frente con un muro.
Sobre él, grabado a fuego, reconoció el mismo símbolo que ardía bajo su piel.
Su respiración se suspendió.
No estaba sola en esto.
Una figura surgió de entre la niebla.
Alta, envuelta en una túnica oscura, el rostro oculto bajo una capucha profunda.
—Has despertado —dijo una voz masculina, grave como el trueno que precede a la tormenta—. Ahora, no hay vuelta atrás.
Aerin retrocedió instintivamente, pero algo en su interior —el mismo instinto que la había traído hasta aquí— la obligó a permanecer firme.
—¿Quién eres? —preguntó, con una valentía que no sabía que poseía.
El desconocido alzó una mano en señal de paz.
—Un aliado. Si decides confiar.
Las palabras flotaron en el aire helado, cargadas de un peso que Aerin no podía ignorar.
La elección estaba ante ella: seguir huyendo, o aceptar la llamada que resonaba en su sangre.
La niebla se cerró alrededor de ambos, como un manto destinado a ocultar secretos ancestrales.
Y Aerin, por primera vez en mucho tiempo, dio un paso hacia lo desconocido.