Caminaron en silencio a través del laberinto de callejuelas hasta llegar a una puerta oculta tras un tapiz de hiedra mustia.
El desconocido golpeó tres veces en un ritmo preciso; la madera respondió con un leve crujido antes de abrirse sola.
Aerin vaciló, pero la mirada intensa del hombre le dio el valor para cruzar el umbral.
Dentro, la oscuridad era casi total.
Solo unas pocas velas iluminaban un salón amplio, cuyas paredes estaban cubiertas de símbolos antiguos y mapas de territorios desconocidos.
Un grupo de figuras encapuchadas aguardaba en semicírculo.
Cada una irradiaba una presencia poderosa, como si llevaran siglos luchando batallas invisibles.
—Ella es la elegida —anunció el hombre que la había guiado hasta allí.
Murmullos recorrieron la sala como una ráfaga de viento.
Aerin frunció el ceño.
—¿Elegida para qué?
Una mujer, de cabellos plateados y mirada de acero, dio un paso al frente.
—Para restaurar el equilibrio. Para devolvernos la luz que nos fue arrebatada.
La incredulidad hizo que Aerin soltara una risa amarga.
—No soy nadie. Apenas entiendo lo que me sucede.
La mujer sonrió, con una ternura insólita.
—Nadie comienza sabiendo quién es, Aerin. La identidad se forja con cada decisión que tomamos.
La joven sintió cómo el peso invisible en su pecho se hacía más liviano.
Tal vez, solo tal vez, existía un propósito detrás de todo su dolor.
—¿Qué debo hacer? —preguntó en voz baja.
El círculo de figuras pareció inclinarse levemente hacia ella, como reconociendo su valor.
La mujer de cabellos plateados extendió una mano.
—Debes aceptar tu destino. Y, con él, las sombras que lo acompañan.
Aerin contempló la mano extendida.
La elección volvía a presentarse ante ella, inexorable.
Y esta vez, decidió no huir.