Sombras de Redención

Miranda

Desde una esquina del bar los observaba. Brindaban, reían, bebían como si el mundo no fuera una basura. Pero algo me decía que todo se iba a ir al carajo.
Me tomé un shot de quién sabe qué. Sentí el ardor bajando por la garganta, quemándome hasta el estómago. Olía a alcohol barato, a etílico puro, pero servía para callar las voces de mi cabeza.
De pronto, la puerta del bar se abrió de un golpe. Todos giraron. En un lugar como este, nadie esperaba invitados del Ministerio de Defensa. El pánico fue instantáneo. Sillas volando, botellas rompiéndose, tipos corriendo hacia las salidas traseras solo para encontrarse con más soldados. Emboscada.
Y yo… solo me reí. No tenía nada que perder. Lo que me importaba ya no existía.
Entre el caos, reconocí un rostro que no olvidaría ni muerta: Jack Vaser. El mismo comandante general que había visto en un anuncio esa noche. Qué irónico.
Me levanté, di un último trago y casi beso el suelo, pero me sostuve de la mesa tambaleante. El ruido llamó su atención. Me miró. Me reconoció. Normal: era la criminal más buscada de la ciudad.
Me llamo Miranda Mai, aunque para ellos soy MT. Muerte Total. Según los informes, si te cruzas conmigo y estás solo, mueres.
No tuve ni tiempo de alzar la cabeza cuando Vaser lanzó su ataque. Lo esquivé. Estaba borracha, sí, pero aún sabía moverme. Esperé a que todos los demás fueran capturados. Mientras tanto, jugué con el escuadrón como si fueran aprendices, esquivando, devolviendo, burlándome.
Sus uniformes llevaban el símbolo de una fuente. Alto rango. Sabían bien con quién se metían.
Cuando solo quedé yo, hablé:
—Quiero negociar.
Silencio. Ni una mísera palabra.
—Entiendo que me quieran muerta, pero tengo un trato.
—No voy a escuchar tus mentiras, MT —escupió Vaser.
—Quiero cooperar con ustedes, de verdad —alcancé a decir antes de que me metiera un golpe que me giró el mundo.
Me inmovilizó por la espalda. Pudo haberme matado. Yo también. Pero no quería eso.
—Tú más que nadie sabes que esto no me detiene —gruñí con la cara contra el suelo—. Podría matarlos a todos, pero lo que quiero es hablar.
—¿Es una amenaza? —su voz me apretaba más que sus manos.
—No. Solo quiero hablar.
—Pues desde ahora no tendrás esa opción. Ni ninguna otra.
Lo escuché sonreír. Yo también sonreí.
—Mmm, esa opción me interesa. ¿Aquí o prefieres un lugar más privado?
Su gruñido fue mi victoria. Me levantó de golpe, me llevó afuera. La lluvia me golpeó la cara y el viento me arrancó la capucha. Veinte soldados conmigo. Cinco con los otros tres prisioneros. Se notaba quién era el verdadero peligro.
Los otros eran bandidos de nivel cuatro, basura de poca monta. A mí me habían clasificado en una subcategoría especial: nivel menos cero. Una joyita.
Pasó una hora entre golpes, empujones y mis chistes sobre los músculos de Vaser y lo mal que le quedaba el uniforme. Solo obtuve más golpes y mandíbulas tensas a cambio.
El edificio al que llegamos parecía una fortaleza. Muros gruesos, sin una grieta. Antes de entrar, sentí una aguja en el cuello. Dolió.
Y en menos de un segundo, el mundo se apagó.




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