Sombras de Redención

Tortura

Desperté en un cuarto oscuro. Sentí algo frío contra la espalda; no podía moverme casi nada. Algo sujetaba mis brazos y piernas en una posición incómoda. La cabeza me daba vueltas, el cuerpo me palpitaba, lo único que escuchaba era mi respiración y el latido de mi corazón.
No recordaba qué había pasado. Lo último que tenía claro era entrar al bar y beber hasta cuestionarme mi existencia.
Me enfurecí. Seguro se me había ocurrido la brillante idea de acostarme con algún idiota que creyó que atar a una mujer borracha era una genialidad.
Intenté hacer fuerza contra las cadenas, pero solo sonaron. Probé con magia. Nada. Ni una gota.
Me quedé helada. No eran cadenas normales: eran de las que absorben magia, pero cada tipo tiene un límite. Algunas aguantan poco, otras más… y estas parecían capaces de tragarse más poder del que yo podía generar con resaca. En un día normal, con mis cinco sentidos activos, las habría hecho polvo sin sudar. Pero ahora, apenas podía mantenerme despierta.
—Qué estúpidos son los hombres —bufé.
Una puerta metálica se abrió y un poco de luz se coló en la habitación. Levanté la cabeza lo que pude. El lugar era más grande de lo que creí, con una mesa y un par de sillas metálicas rodeándome.
—Veo que ya despertaste —dijo una voz familiar desde algún punto.
Una lámpara sobre mi cabeza se encendió y me dejó momentáneamente ciega. Parpadeé hasta acostumbrarme. Parecía una maldita sala de operaciones.
Busqué la voz. Vi a un hombre joven, musculoso, de cabello marrón muy oscuro, acercándose. Detrás de él venía otro, mayor, con entradas y un maletín en la mano.
—No me jodas… —murmuré en voz alta—. ¿Me habré metido con un musculoso y su papá? Qué romántico.
Los dos se detuvieron y sus caras se torcieron de asco.
—Oh, por sus reacciones, no. Entonces… ¿qué hago aquí en una posición tan comprometedora?
—Me presento —dijo el más joven acercándose—. Soy Jack Vaser. Él es Anthony Boond.
—Ah, claro… el mismísimo comandante general de las fuerzas armadas y el torturador estrella de los barrios bajos. Un honor —dije mientras la sonrisa se me iba borrando—, aunque diría que las circunstancias no me favorecen mucho.
—Veo que comprende la situación, señorita —dijo Anthony, dejando su maletín sobre la mesa.
—Y no me gusta. Lo último que recuerdo es estar en un bar, bebiendo tranquilamente —respondí.
—No nos mienta —gruñó Vaser—. Le conviene cooperar, o pasará mucho tiempo aquí.
—Hablo en serio. No recuerdo nada —lo miré fijamente.
—Puedo entrar a su mente si así lo desea —dijo Anthony, mirando al comandante.
Vaser asintió. —Adelante. No hay nada que perder, aunque preferiría que ella misma admitiera sus errores.
Respiré hondo. Podía leer mentes también, pero no tenía fuerzas para defenderme. Anthony me tomó de la cabeza y la estrelló contra la mesa.
El contacto fue como si algo helado se hundiera dentro de mi cráneo. Luego vino el ardor. Sentí cómo cada recuerdo se arrancaba a tirones, cómo mis pensamientos se mezclaban, cómo mi conciencia se disolvía en miles de pedazos. Cada célula de mi cuerpo gritaba al mismo tiempo. Quise resistirme, pero era inútil: su magia me estaba desarmando desde adentro.
No sé cuánto duró. Segundos, tal vez, pero se sintieron como horas de tortura. Cuando mi alma volvió a su sitio, el dolor me atravesó como una lanza encendida. No había gritado antes, pero cuando regresé a mí, el alarido salió sin permiso. Fue peor volver que desaparecer.
—Dice la verdad —informó Anthony con voz serena.
Vi a Vaser sonreír, luego su expresión cambió a puro odio.
—Bien —dijo—. Acabemos con esto de una vez.
El dolor empezó a disminuir. Volví a respirar con normalidad mientras los veía preparar cosas sobre la mesa y cuchichear sobre lo que harían conmigo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.