Veía de reojo todas las herramientas que tenían para hacer de mi existencia un completo sufrimiento. Yo era resistente al dolor y, aunque les diría todo lo que quisieran saber, no negaría que hasta el propio Anthony, quien en algún pasado había trabajado conmigo, deseaba hacerme daño. Mucho daño. Probablemente más del que podría, porque Vaser no permitiría que quedara sin ninguna clase de forma para expresarme, ¿verdad?
—Bien, comencemos por algo simple. ¿A cuántas personas has matado exactamente? —exigió que le contestara.
—Ya perdí la cuenta, pero probablemente a más de mil personas.
—¿Cuál es tu nombre real?
—Miranda.
Sentí cómo me clavaban algo en la pierna y emití un grito ahogado. Intenté agarrarme la pierna, pero las cadenas me lo impidieron.
—No te hagas la graciosa. Quiero el nombre completo —me avisó Vaser, y comprendí que si no lo decía, me iría peor. Pero pese a todo, no podía. Jamás pondría a mi familia, a mi madre, en peligro por la cantidad de errores que he cometido.
—Quiero hacer un trato.
Volví a sentir una puñalada, esta vez en la otra pierna. Grité y se me escapó una lágrima.
—Los ayudaré —dije, justo antes de sentir cómo Boond movía ambos cuchillos dentro de mis piernas. Grité, y sentí correr sangre caliente por toda mi piel.
—Miranda Ampari —mentí.
—Miranda Ampari… no te queda, pero bueno. ¿Qué querías decir?
—Haré lo que sea. No quiero seguir siendo como soy. Sé que soy una mierda, que soy la peor escoria que merece el infierno, pero estoy harta de cuestionarme por qué soy así y no hacer algo bueno —hablé entre sollozos, con las dos armas aún incrustadas en mis muslos.
—¿Y qué tienes para darnos? ¿Tu poder? —dijo con sarcasmo.
—Lo que quieran. Simplemente quiero ayudar.
Vi cómo caminaba de un lado a otro, tensando la mandíbula y apretando los puños. Salió de la habitación y, segundos después, volvió a entrar. Estampó un puñetazo contra la pared, haciendo que la pintura se desprendiera.
—Mierda —gritó, y me volteó a ver. Luego miró a Boond—. Saca esas mierdas de sus piernas. Voy a esperar a los demás, van a escuchar qué tiene para decir.
Cuando arrancaron los cuchillos de mi carne grité sin piedad. Boond me colocó algo para detener el sangrado, tomó sus cosas y salió de la habitación con cara de decepción hacia el comandante… y de odio hacia mí.
—Escucha, niña. Si te atreves a mover un centímetro o decir algo que no debes, te voy a matar aquí mismo. No te dará ni tiempo de respirar, ¿escuchas? —me estampó el dedo índice en la frente, mirándome con total rabia.
Era posible que los superiores de él quisieran escuchar lo que tenía para decir. Tenía que tratar de no cagarla.
—Sí —contesté.
Esperamos en silencio absoluto hasta que se abrió la puerta de la habitación. Vi entrar a una mujer de pelo negro azabache de unos treinta y tantos, un hombre mayor detrás de ella, de cabello parcialmente gris, al menos unos setenta años, y por último otro hombre, el más joven de todos, pelirrojo, de unos veintitrés. Todos vestían igual: camisa blanca, abrigo largo negro; la mujer con una enagua del mismo color, los hombres con pantalones.
Vaser se levantó de su asiento, se volvió hacia ellos, hizo una leve reverencia y empezó a hablar.
—Ésta es. Dice que haría lo que fuera por mejorar y que… —se calló en cuanto la mujer alzó la mano.
Los tres se acercaron a mí. El más viejo habló:
—Habla.
—Quiero ayudar. Con mi poder es muy posible que pueda servir de mucho. Sé que mi palabra no vale de nada, pero así sea cooperar en investigaciones o en lo que sea, está bien para mí. Puedo ayudar en todo lo que pueda y ser muy útil para el gobierno.
—Bien. Vaser, llévala a revisar las heridas y luego llévala donde Embas. Sabrá qué hacer —dijo la mujer con tono firme, sin dejar de mirarme.
—¿Así nada más? —cuestionó el comandante.
—¿No confías en nuestro juicio? —habló el pelirrojo.
—No es eso, es que… —intentó decir, pero la mujer lo interrumpió.
—No hay más que hablar. Ya vimos lo que teníamos que ver.
—Bien —contestó Vaser con tono repugnado.
Vimos, tanto el comandante como yo, al trío salir de la habitación y dejarnos solos.
—Un solo movimiento y te mato —dijo Jack antes de soltar las cadenas de mis pies y, posteriormente, las de mis manos.
Me senté en la camilla metálica y tuve una mejor vista del lugar. Era más escalofriante viéndolo así: moho en las esquinas, paredes frías, olor a óxido y podredumbre. Toqué mis piernas aún doloridas y vi cómo Jack formaba una burbuja para transportarme a otro lugar. No puse resistencia.